viernes, 27 de febrero de 2009

Visitando monumentos

Mi último día en Rio fue el mas "turístico" de todos. En tiempo record de 10 horas visité las playas de Barra de Tijuca (donde me perdí un buen rato) de Leblón e Ipanema, subí al Pan de Azúcar y al Corcovado, desayuné, almorcé y terminé comiendo en Copacabana de nuevo, mi playa preferida de Rio. Todo en transporte público, metrô, ônibus y expresso. Cuando por fin le estaba cogiendo el tiro al transporte (al menos en la zona sur) de Rio me tengo que ir.

Leblón e Ipanema son dos playas contiguas, que a primera vista se parecen a Copacabana, pero que tienen un estilo diferente. Pocos restaurantes, pocos quioscos y mucha, realmente mucha, gente haciendo deporte. Corriendo, trotando, montando en bicicleta, bajo un sol infernal de 34 grados centígrados. Amor por el deporte, cual slogan de canal deportivo de TV. Y para quienes se están haciendo la pregunta típica de ¿y la garota de Ipanema? pues la cosa es que en esta playa se ven exáctamente las mismas garotas que en cualquier otra: de piel perfectamente bronceada (piel de color del pan, como diría Gabriel García Márquez) y movimientos sinuosos al caminar. Ya sea en las playas, en las calles, en el metrô, para todas seu balançado es mais que um poema, como cantó Vinícius de Moraes.


Salí corriendo entonces (antes de morir carbonizado) para el Pan de Azúcar, esperando que Rio me favoreciera con algo de claridad para sacar unas buenas fotos. Lamentablemente no fue así, a lo lejos se veia una tormenta, así que estuvimos siempre acompañados de nubes y viento. Solo desde estas alturas empieza uno a comprender la extraña forma de Rio de Janeiro.


Cuando uno nació y creció en Bogotá, tiene la impresión de que todas las ciudades se expanden hacia fuera de una manera mas o menos pareja, hasta que encuentran algún cerro o accidente natural que las frena, pero manteniendo cierta unidad, cierta cohesión. Rio creció esquivando los cerros, como si fuera un charco de cemento que va creciendo, rodeando las montañas, especie de reguero de mercurio gigantesco que poco a poco va creciendo y subiendo su nivel. Los vasos comunicantes entre diferentes "aposamientos" de ciudad entre cerros son túneles, como si fueran labrados por el agua. Obviamente, como en prácticamente todas la ciudades, las partes bajas, mejor comunicadas y cercanas entre ellas son ocupadas por la ciudad rica. Las partes altas, difíciles, aisladas, son las favelas. Durante mis viajes en ônibus, ni de cerca, pasé por una favela. Nunca vi una, ni siquiera el borde.


Rápida bajada del Pan de Azúcar, dos buses y estaba al pié del Corcovado, donde un muy ineficiente y feo funicular me subió por 36 reales. Eso sumado a los 44 que ya había pagado por el teleférico del Pan de Azúcar, sumaban mi presupuesto completo de 2 días de vida en Brasil. El Cristo Redentor tenía que valer la pena, entonces.

Y la valió. No hay muchas palabras para describir la fuerte impresión que deja una de las maravillas del mundo, cuando uno está a sus pies. Además, la vista de la ciudad es impresionante, mucho mas que la que se ve desde el Pan de Azúcar. Allí estaba, de nuevo, la ciudad fracturada, separada por cerros de formas imposibles, hermosa. Muchas fotos y de vuelta antes de que la tormenta y la noche me cogieran ahí arriba. En Rio (y creo que en Brasil en general) solamente he sentido frio dos veces: ahí arriba, en sandalias, camiseta y bermudas, y cuando osé meterme al mar en Copacabana.


En todo este día "turístico" noté un fenómeno interesante. Dentro de los extranjeros turistas (casi todos, muy pocos brasileros) disminuyó notablemente el número de australianos ebrios y aumentó significativamente el de latinoamericanos (sobrios, claro), frente a una medición similar en el sambódromo o cualquiera de las fiestas callejeras de los blocos. En estas zonas es muy común oir español. Venezolanos, peruanos, argentinos, chilenos. La diferencia está en que la edad promedio de este grupo de extranjeros es mucho mayor que la de los blocos. Me aventuro a una simple conclusión: el nivel adquisitivo de un australiano promedio de 20 años, que le permite viajar a Brasil, es similar al de un latinoamericano promedio de 50. Obviamente el australiano viene a emborracharse, el venezolano a ver al Cristo Redentor.

Terminé mi jornada, volví al pulgoso hostal y dormí poco para madrugar y salir para São Paulo. Como todo un experto, tomé el ônibus a la Rodoviária y compré un pasaje en un bus con sillas dos veces mas amplias y cómodas que las del avión que me trajo a Brasil. Hasta almohada, cobija (¡con ese calor de mil demonios!), medias-nueves y periódico dan al inicio del viaje. Eso si, había dos temidos televisores donde pasaron cosas terribles: El padre de la novia, con Steve Martin y Pegado a ti, con Matt Damon y Greg Kinnear. Gracias a Dios a muy bajo volumen, lo que me permitió enchufarme a mi iPod y dormitar por momentos viendo un paisaje mucho mas entretenido que el de mis 2 anteriores viajes por tierra.

Cuando el bus se detuvo abrí los ojos, creyendo que ya habíamos llegado al parqueadero de la estación. Esa impresión se incrementó al ver tractomulas, carros y buses parqueados alrededor. Pero, en los parqueaderos de las estaciones solo permiten buses. Desperté del todo y me di cuenta que no estaba en un parqueadero. Bueno, casi. Estaba en un trancón fenomenal de 6 carriles en un sentido y 6 en el otro: había llegado a São Paulo. 1 hora después, pude bajarme, por fin y coger el metrô (mas caro y mas feo que el de Rio), que rápidamente me dejó cerca del apartamento de mi anfitrión en esta ciudad, Anselmo, que me alojará por 3 noches. Él no estaba, pero dejó sus llaves en la portería y pude entrar, bañarme, acomodarme y sacarme una foto de mi pié derecho que, realmente, me estaba matando. Incluyo la foto en esta entrada del blog, no es apta para personas sensibles. Cuando llegó Anselmo, comimos una cosa de cuyo nombre no quiero acordarme, que él considera deliciosa, pero que encontré poco agradable. Finalmente a las 12pm terminó mi día, listo para salir a visitar lo que mas pueda de São Paulo.

Banda sonora del viaje: One step closer, de Linkin' Park

Qué extraño de Colombia: la comida, la verdad sea dicha. Y encontrar una tienda, un puesto callejero de comidas, una droguería en cada esquina.

Qué no extraño de Colombia: ¿Ya había dicho que la infraestrucura vial?

A continuación podrá ver la foto de mi pie derecho, mujeres embarazadas, niños menores de 12 años y, en general, personas sensibles abstenerse.
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miércoles, 25 de febrero de 2009

Reencuentro con Niemeyer, afanes y relax

La mejor manera de recorrer Rio es en bus urbano, el que manejan los émulos de Ayrton Senna, que a pesar de sus maniobras enloquecidas, no pitan. En Brasil, en general, no importa el trancón, las cerradas, los peatones, nadie pita. Para un colombiano eso es increible. El metro, a pesar de ser muy eficiente, no permite ver nada de la ciudad que es, realmente, maravillosa. Cada esquina, plaza, calle o avenida está llena de monumentos, antiguas iglesias, edificios inmensos de diseño increible. Al viajar en bus, para mi es claro que en estos 3 días y medio que pasaré en Rio no conoceré la mas mínima parte de esta gran y hermosa ciudad.

Dispuesto a un viaje mas tranquilo y mas relajado, lejano a la locura carnavalesca que invade todo, decidí ir a conocer el Museo de Arte de Niteroi, y reencontrarme con un viejo conocido, Oscar Niemeyer. Comencé cogiendo el metro hasta la estación mas cercana, seguro que el mapa que tenía en mis manos me decía la verdad: que podía conectar con Caju y ahí un bus que me haría un recorrido por Niteroi, museo incluido.

Gran error. No hay que confiarse de los mapas, las cosas parecen mas fáciles de lo que son; se que suena obvio, pero hasta que uno no lo comprueba con sangre y sudor (sobre todo sudor, a 33 grados centígrados), no lo cree. Llegué a una estación en medio de la nada, puro potrero, y una señora con cara de "pero ¿fue que usted nació ayer, mijito?" muy amablemente me explicó que tenía que coger otro bus, llegar a la estación Rodoviária y ahí coger otro bus que me llevara a Niteroi. Hice caso, seguí las instrucciones y esquivando conductores de bus enloquecidos e indigentes sospechosos, llegué a la Terminal de Niteroi, ahogado del sopor, atravesando un puente gigantesco de 6 carriles, como de 15 minutos de recorrido, al final del cual estaba el peaje. ¿Costaba los 12 mil pesos que cuesta un peaje entre Barranquilla y Cartagena? ¿Los 10 mil que cuesta el de la aún no terminada Autopista del Café? ¿Lo que vale el peaje mas caro de Bogotá-Villavicencio? No. Cuesta 3,8 reales, es decir, 3.800 pesos. Y no es una carretera de dos carriles, ni una autopista sin terminar, ni un túnel que se cae cada invierno. Dediqué una oración dolida a nuestros ingenieros civiles y, sobre todo, al Ministro de Transporte y su maravillosa gestión.

Ahí, en Niteroi, volví a preguntar y un señor igualito a Lula Da Silva (me imagino que creyó que yo tenía otros intereses por la forma en que lo miraba) me dijo que tenía que coger otro bus hasta el museo. Había acumulado en casi 2 horas de viaje 3 buses y un metro, cerca de 12 reales, como 12 mil pesos. Pero aquí no aplica eso de "sale mas barato coger un taxi", la carrera mínima es de 8 reales. Estoy casi seguro que el mismo viaje lo pude haber hecho en solo 2 buses, pero quedaré con la sospecha.


Ya en el museo, finalmente, tomé fotos a discreción y me alisté a volver a Rio antes de que me agarrara el aguacero que se venía que, como se imaginarán, efectivamente me agarró. Alcancé a montarme al ferry e hice el viaje de vuelta por el mar.


Salí inmediatamente a almorzar-comer en Copacabana porque planeaba acostarme temprano y poder estar de pié al otro día en la madrugada, porque los recorridos no me estaban rindiendo. Almorcé pues, a la orilla de la Avenida Américas, que recorre la playa, viendo a la gente pasar, mientras me comía una hamburguesa (el presupuesto estaba un poco corto, mucho sambódromo, parece). Ahí, haciendo cola para pedir un Trio Big Bob (combo de hamburguesa doble carne), entendí algo que no me terminaba de cuadrar con el cómo funcionan las cosas acá.

La atención al cliente es peor que en cualquier lugar de Colombia. Una fila de 5 personas en un restaurante de comidas rápidas dura lo que dura comerse el pedido. Pedí, en lugar de Coca Cola, un Te Helado (Chá Gelado dije, y el tipo hizo cara de que me entendió) pero, igual, me sirvieron Coca. No tienen números indicando el orden de los pedidos (bueno en McDonald´s tampoco, pero le sirven a uno inmediatamente), sino que uno le pasa el tiquetico a otro tipo y el sujeto va y prepara la comida. Cuando me entregaron el pedido estaba tan hambriento y había tanta gente detrás mio que no peleé por lo de la Coca.

Esto se repite en cada cosa que necesita interactividad entre humanos que no se conocen; para que el tipo del café internet donde estoy escribiendo esta nota me escriba en un miserable papel la hora de ingreso (porque no se necesita mas) y me diga qué computador está libre, tiene que sacar 3 fotocopias de un cliente anterior, así todo lo haga la máquina y el me sonríe pidiéndome paciencia. En los buses urbanos se repite la cosa, porque hasta que la señora que está en frente mio no confirme la ruta, parada por parada, nadie mas entra. Igual en la taquilla del Metro. O en un quiosco de la playa, para que me digan la hora. Creo que es muy difícil sacarse el afán bogotano de encima.

Finalmente decidí caminar por la playa, mientras caía la noche. La recorrí de lado a lado, viendo gente pescar, niños escribir sus nombres en la arena, muchachos jugando fútbol. Las luces de la ciudad brillaban cada vez mas en el mar, mientras me tomaba un par de caipirinhas en un quiosco playero y ayudaba al vendedor con un cliente escocés que no se sabía ni los números en portugués (y como el precio de la compra del tipo superaba los 10 reales, pues no había manera de comunicarse con los dedos). Pasé la noche de relax total, viendo a lo lejos 3 blocos que habían armado rumba en calles cercanas, y oyendo a un argentino canoso hablar el portugués mas chistoso que haya escuchado hasta ahora (portunfardo, me atrevería a llamarlo), mientras posaba de interesante para 4 brasileras cincuentonas, que en el momento menos pensado comenzaban a cantar y a bailar la samba-enredo de su escola preferida.

Qué extraño de Colombia: ya lo imaginarán, de Bogotá el servicio al cliente y la ultra-eficiencia. Y, en general, lo increíblemente barato que es el transporte.

Qué no extraño de Colombia: los pitos de los carros y la infraestructura vial.

martes, 24 de febrero de 2009

Saaaaaaaaaamba

Decidido a no dejarme ganar del cansancio, me embarqué en una nueva excursión al sambódromo (o "sambo-dome", el domo de la samba, como intentan traducir los gringos, así no tenga forma de domo). Esta vez íbamos al lado de los sectores impares, que tienen mas variedad de arquibancadas a ver si conseguíamos algo mejor. Tal parece que cualquier cosa es mejor que el sector donde estuvimos la noche anterior.

Cogimos un bus, experiencia extrema en esta ciudad, ya que manejan como locos, esquivando peatones, carros y andenes, frenando en seco, arrancando como si fueran carros de Fórmula 1. No importa que el conductor, como el de esta vez, sea un viejito apacible, de barba canosa, gafas y sombrerito. Todos son Ayrton Senna al volante (y los pasajeros rezamos para que, al menos, no tengamos ese trágico final).

Llegamos temprano y me llevé la cámara conmigo, ya que la cosa no había estado tan peligrosa como me lo habían pintado. Negociamos con los revendedores y conseguimos las boletas por 20 reales. A punta de codo, rodilla y cara de inocentes, nos acomodamos a media altura de la tribuna, listos para la salida de la siguiente escola.



Cuando comenzó a sonar la samba-enredo que acompañaba a la escola, todo el mundo comenzó a saltar y bailar. La energía de todo el sambódromo se desató en un instante y no pude evitar contagiarme, saltar, mover los brazos. Y cuando aparecieron las carrozas, increibles, desafiando cualquier ley física, todo se volvió histeria. La música repetitiva, los cantos, el baile, todo en general, hacen que el público entre en una especie de éxtasis que llega a su cumbre con la aparición de las carrozas.

Pero un par de horas después de iniciada la rumba, yo ya estaba cansado de nuevo, con dolores en las rodillas y la espalda (la edad, la edad). Quería proponer que nos fuéramos ya, pero, de repente, montado en una nave espacial con forma de camión lleno de luces de neón y bailarines, apareció, nuevamente al rescate, Carlinhos Brown. No lo podía creer. Ahí estaba, encabezando una carroza, en el punto mas alto de la misma, agradeciendo de rodillas al público de Rio que lo recibiéramos en medio de gritos y saltos. Su energía contagió de nuevo estos huesos cansados y sedentarios, listo para unas horas mas de samba.


Vimos solamente 3 escolas, casi 5 horas. Estaba saliendo a pista la Estação Primeira de Mangueira, fundada por el mismísimo Cartola en persona, cuando salimos a buscar la estación del metro, que en carnaval funciona 24 horas. El camino hasta la estación es de 20 minutos a pié, rodeados de vendedores ambulantes que duermen con sus niños en cambuches improvisados a lado y lado de la vía. En el metro, repleto, se mezclaban los que desfilaron (aún con parte de sus imponentes vestidos) y nosotros el público, todos cantando y bailando. Llegamos al albergue cerca de las 4:30 am, como para recoger con cucharita.


Qué extraño de Colombia: los amigos, la familia.

Qué no extraño de Colombia: por lo menos de Bogotá, la hora zanahoria.

lunes, 23 de febrero de 2009

En Rio, al borde del cansancio

La tierra de Rubem Fonseca, de Cartola. Rio de Janeiro. Llegué en avión, tratando de optimizar mis tiempos en el Carnaval, no perder ni un día. A las 6pm salía del aeropuerto internacional de Rio rumbo a mi destino, por lo que el atardecer me cogió a lo largo de mi viaje hasta Botafogo. La energía de la ciudad es muy poderosa y contagia inmediatamente; calles no muy bien mantenidas, pero limpias y amplias, edificios inmensos, plazas, parques, glorietas, donde se mezclan el acero, el vidrio y las viejas construcciones.

Llegué al hostal, donde había reservado por internet una habitación privada con baño compartido, y me encontré con la primera sorpresa desagradable de Brasil: el dueño me dijo que el sitio a través del cual había hecho la reserva había sobrevendido el hostal, y la habitación ya estaba ocupada. Me dió la primera noche gratis y las otras 3 a mitad de precio con descuento en la habitación compartida, pero de todas maneras me sentía muy "uy Echeverry, como que nos tumbaron". Me acomodé en la pieza, ya habitada por dos gringos, una australiana y un sujeto de origen desconocido, poco amigable, que hablaba un extraño inglés. Así pasé de chapucear portugués a chapucear inglés.

Salí con los gringos a comer a un restaurante cercano y luego fuimos al sambódromo a ver si conseguíamos forma de entrar; anteriormente en una página de mochileros que había visitado, un carioca recomendaba las localidades buenas y las malas para ir al sambódromo, entre las malas estaba el setor 06. No se necesita mucha astucia para sospechar que fue de ese sector de donde compramos boletas revendidas a 15 reales. Básicamente no se veía nada, pero a pesar de eso la experiencia es increible. Vimos el desfile de 2 escolas, entre las 11:30pm y la 2:30am. Antes de que saliera la última escola salimos para el hostal, porque no podíamos mas de las piernas.

Cada desfile de cada escola dura como 1 hora y media, y se compone de 5 o 6 carros (carrozas) y un multitud increíble de bailarines que van a pié. Las carrozas son simplemente increíbles, son inmensas, se mueven en todos los sentidos y tienen a mas 20 actores adentro, que representan (bailando) el tema del carro que se enmarca dentro del tema general de la escola. Todos bailan y cantan con unos trajes de colores y formas increibles. No hay barroco lo suficientemente barroco como para entender las volutas dentro de las volutas de la decoración de carrozas y trajes. Son montajes teatrales completos, al ritmo de una pista musical (siempre es la misma) sobre la que los cantantes de la escola cantan durante hora y media las mismas 4 estrofas. Los asistentes deliran y se mueven a mas no poder al ritmo de la samba interminable. No llevé la cámara por razones de seguridad.

Al salir del sambódromo iniciamos una aventura en el transporte público carioca. El metro estaba cerrado (cierra a las 11pm) así que caminamos unos 30 minutos buscando una parada de bus urbano. Atravezamos plazas y edificios antiguos y hermosos, y una fiesta gay al aire libre: ni siquiera en Teatrón había visto tantos maricas juntos. Finalmente llegamos a la parada del bus donde esperamos 10 minutos a que apareciera uno que nos dejaba medianamente cerca del hostal. Arrastramos nuestros pies hasta la habitación y dormí algo, lo suficiente como para pararme en la mañana y salir a visitar Copacabana.


Por medio del metro (que es bueno, limpio, rápido y caro) me acerqué a la playa y caminé embelezado del espectáculo de miles y miles de personas rostizándose al sol. Volví a almorzar al restaurante cercano al hostal y salí para un bloco que estaba tocando a unas 10 cuadras.



Los blocos acá son muchísimo mas pequeños que los de Salvador, pero solo tocan samba, contagiosa, imparable. Solo pude estar media hora, porque un ataque de cansancio me está consumiendo. No se si es la desilución del hostal, el calor sofocante, o tantos días juntos de rumba, pero siento que no puedo mas. Voy a tratar de descansar, porque esta noche vamos a intentar entrar a una de las buenas localidades del sambódromo y quiero llevar mi cámara. De todas maneras, y debido a que voy apenas por la mitad de mi viaje, hice unas cuentas para ver si el cansancio es estructuctural o solamente coyuntural:

Días de rumba: 5
Horas de viaje en bus: 40
Litros de cerveza consumidos: 9
Kilómetros recorridos: 3.000 aprox

sábado, 21 de febrero de 2009

Nunca vi a James Brown, pero si vi a Carlinhos

Vestido con un smoking impecable, con una capa roja que una roadie siempre mantiene en su sitio, un extraño sombrero que asemeja una corona india de plumas, pero hecho en caña, unas trenzas rasta hasta la mitad de la espalda y sus inseparables gafas oscuras, Carlinhos Brown va caminando, frente al bloco, al lado de la gente. El no va en la tarima como todos los otros trios elétricos, sino con su gente, caminando, cantando, bailando y dirigiendo el bloco. La energía de su música es incomparable, inmensa, superior. Nadie se puede resistir al baile, nadie puede aguantar cuando se acerca a la cuerda y asoma su micrófono para que la pipoca cante con él.

No hay mejor manera de cerrar mi viaje por Salvador y su carnaval, que viendo a Carlinhos Brown a 20 centímetros de distancia, cantando por las calles, mientras todos bailábamos frenéticamente.

Trotamundos por una hora

Tengo que aceptarlo: siempre quise ser como Anthony Bourdain. Que me pagaran por viajar por los lugares mas locos del mundo, comiendo y bebiendo sin parar. Sin muchas pretensiones, alcancé, durante unos dorados momentos, a serlo.

Salí con la firme intención de usar mis excedentes económicos de esta parte del trajecto para comprar algunos recuerdos en el Mercado Modelo. Intenté coger un bus (sigo en mi política de "ser un baiano mas") que me acercara a mi objetivo, porque la caminada de 1 hora y media que me hice ayer ya no me antojaba.

Pobre iluso. Después de 3 días de carnaval corrido, no hay la menor posibilidad de coger un miserable bus en Barra. Caminé de nuevo, resignado, hasta llegar a las puertas de Campo Grande. Inclusive intenté una ruta nueva, y logré llegar sin perderme. Me sentía el mas experto de los expertos. Rápidamente, una multidud corriendo, escapando de una pelea callejera, me convirtió de nuevo en el turista bogotano que soy: estaba en medio del desfile de Campo Grande (circuito de Osmar), estrecho, peligroso. Decidí (aplicando la nueva filosofía que se impone a todos los que pasamos de cierta edad) que el Mercado Modelo quedaba lejos, era costoso y peligroso. Además ya había estado ahí. Entonces, tuve que volver a Barra, por otra ruta nueva (tampoco me perdí) buscando un restaurante para desquitarme de las desiluciones y aprovechar el par de reales que tenía de sobra; no quería mas comida por kilos (de todas maneras, nunca logré superar la marca de los 750 gramos) y no me iba a ir de Salvador sin probar una suculenta moqueca (cazuela).

Decidí que había llegado el momento de emular a Bourdain, así que entré a un restaurante en la playa, y pedí una Moqueca de camarones con pescado (nótese que escribí Moqueca con M mayúscula). Mientras llegaba, me bajé 600 ml. de Skol, tal vez la mejor cerveza de Brasil. Cuando llegó mi plato, ya estaba un poco contento, pero aún así comenzó la batalla. Hirviendo, la moqueca intentó defenderse de mis ataques, pero fue vencida (aunque al final un regimiento de camarones opuso resistencia) luego de una hora de batalla. Para celebrar la victoria, decidí bajarme 2 caipirinhas de maracuyá. Pagué y salí un poco prendidito (de las paredes) a recuperarme en el apartamento, porque esta noche voy a ver a Daniela Mercury y, especialmente, al gran Carlinhos Brown.


Las únicas diferencias con Bourdain fueron que no tuve un productor que me llevara hasta el hotel, ni me pagaron por la proeza; es mas, tuve que pagar por ella. Pero fui trotamundos por una hora.

Viver e não ter a vergonha de ser feliz

Hasta ahora no he tenido la necesidad de coger el primer taxi en mi viaje por Brasil, así que salí a visitar la Iglesia de Nuestro Señor de Bomfin en bus urbano, como cualquier parroquiano. La iglesia queda a 7 kilómetros del Pelourinho, me esperaba un viaje largo. Bajé por una pequeña calle inclinada y terminé en la parada de buses frente al Mercado Modelo. Ahí cogí un bus, que me llevó a velocidades cada vez mayores, y por calles cada vez mas estrechas, a la parada de buses de la iglesia.

Es notorio que normalmente el transporte público urbano en Salvador es voluminoso y caótico, con "buses para todos los barrios", por todas las avenidas, en todos los sentidos. Los buses son los mismos que Transmilenio compró para sus rutas alimentadoras, nuevos y limpios. El viaje de ida no presentó ningún problema, pero fue el regreso el que me costó trabajo, ya que en carnaval, el transporte es mucho menos voluminoso pero mas caótico, ya que los buses tienen rutas diferentes para esquivar las calles cerradas para los desfiles; sospecho que los conductores improvisan a medida que van manejando, pero solo es una impresión personal. Eso si, nadie pita. Bueno, a veces, cuando un peatón colombiano despistado cruza la calle sin mirar, por estar pendiente de una de las cientos de iglesias en el recorrido.

Debido a esta "reestructuración vial" del carnaval, me tocó bajarme antes del bus y recorrer a pié todo el circuito Osmar, almorzar en otro restaurante por kilos y perderme durante casi media hora en un barrio elegante cerca de la playa.

El carnaval tiene 3 circuitos oficiales: Batatinha, que es el circuito del centro histórico, estrecho, incómodo (debido a las calles empedradas) y medio peligroso. Osmar, en una zona llamada Campo Grande (la que parece San Victorino), no tiene tanto público como llegó a tener antes. Y Dodô, entre dos zonas llamadas Barra (donde me estoy quedando) y Ondina, es el mas popular de todos, a la orilla de la playa.


Tomé algunas fotos, me cogió el atardecer en la playa y volví al apartamento a alistarme para estar un par de horas en el desfile de Batatinha. Estuve muy cerca de un bloco sin pipoca (no había cuerda, cualquiera podía estar al lado) donde cantaba Elaine Fernandes, sintiéndome un poco raro, de nuevo: solo, sin tener para dónde ir. De pronto escuché una canción conocida (por primera vez en mi viaje) de la que me sabía al menos la letra del coro: O que é o que é, de Gonzaguinha ¡Pude cantar, por fin, a grito herido! Viver e não ter a vergonha de ser feliz. Cantar, e cantar, e cantar a beleza de ser um eterno aprendiz. Volví a sentirme parte del carnaval, tanto que compré una abadá (la camiseta requerida para entrar al sector de Preferencia en un bloco) y me uní a la rumba, hasta las 3:30am, bajo la lluvia, los gritos, los abrazos y mas de 110 decibeles de sonido (estuve un tiempo detrás de un funcionario municipal, que estaba midiendo el ruido).

E eu fico com a pureza das respostas das crianças: É a vida! É bonita e é bonita!

Banda sonora del día: creo que es obvio.

jueves, 19 de febrero de 2009

Crispeto sobrio

Bueno, la cosa es así: los blocos se componen de dos tractomulas alrededor de las cuales un ejército de gente tensa una gran cuerda. La primera tractomula lleva un trailer que es, palabras mas palabras menos, un gigantesco picó 1. Sobre el picó hay una tarima sobre la cual toca el trio elétrico, que nunca es un trio, sino un grupo musical completo. En la segunda tractomula va también una tarima, sin grupo musical, y en la parte de abajo de ese trailer va (oh, ironía tropical) un pequeño puesto de salud y una venta de licor, puerta contra puerta.

Esto determina 4 "localidades" que acompañan el concierto andante del trio, y que en español de Colombia vendrían siendo:

1. Platino: Son las personas que pagaron para estar en la tarima, junto al trio, y que se mueven cual reina de belleza colombiana en carro de bomberos.
2. VIP: Son las personas que van en la tarima de la segunda tractomula, todas también reinas de belleza, pero en un carro de bomberos menos llamativo (diga usted, sin sirena).
3. Preferencia: Son las personas que van dentro del encordado, pero a pié. Todas las localidades de aquí hacia arriba tienen una camiseta distintiva que les permite acceder a una u otra localidad.
4. General: Son lo que aquí llaman pipoca (crispeta, palomita de maiz) y son los que simplemente, se quedan en la calle porque no pagaron para entrar en alguna localidad.

Salí del apartamento a las 11:15 pm, solo, porque Beth decidió que no estaba con ganas de carnaval. Solo llevaba mi gorrito de arlequín, porque consideré que el cetro era un poco incómodo y quería mis manos libres, solo por si acaso.

Llegué al Farol da Barra, en la Avenida Oceánica, al lado de la playa, buscando el bloco de Os Mascarados. Venía 2 blocos atrás, así que pude ver a los blocos donde tocaban Chica Fe y Rapazolla. Ya todo el mundo estaba ebrio, miles de brasileños cantando y saltando y cientos de turistas, saltando sin coordinación.

Entendí, que la música que tocan los trios no es, necesariamente, algo afro. Estos trios tocaban una cosa muy fácil de cantar, de ritmos repetitivos, fáciles de bailar (solo había que saltar) y que sonaban todas las canciones iguales. Cualquier parecido con nuestro tropipop es pura coincidencia. La gente estaba eufórica, pero a mi, un simple pipoca sin una gota de alcohol encima, estos grupos de sambipop no me convencian aún.

Finalmente llegó el bloco de Os Mascarados, que presentaba a Margareth Menezes, que sin ser la Totó la Moposina de la samba, si tenía alguito diferente a los sonsos anteriores. Como tenía disfraz, pude entrar a Preferencia, mezclarme entre la gente y gozarme el baile por casi una hora, en la que recorrimos solamente unos 200 metros, mas o menos.

La energía es increible, el sudor de todos era mi sudor, la euforia de todos era mi euforia. Salí casi cojeando del bloco, y volví al apartamento a las 2:15 am, haciendo planes para ir a los blocos afro (realmente negros) que van a salir mañana. Una cervecita no caería mal, esta vez.


Incluyo una foto de un bloco en prueba de sonido.

1 Picó: viene de pick-up, y es una especie de parlante gigante que se lleva en el platón de una camioneta (de ahí el nombre), que fue muy popular en la costa atlántica colombiana; eran prácticamente fiestas ambulantes, con DJ y todo, muy al estilo de los Sound System jamaiquinos, pero sin MC.

La magia del laberinto


Inclusive desde que me bajé en la estación rodoviária de Salvador, e hice una cola de 1 hora para cambiar unos dólares, se puede sentir el alma de esta ciudad. Es algo indescriptible, que ahoga los sentidos y calla cualquier palabra. Es, simplemente, vida.

Llovió gran parte de la tarde y la noche terminó con Beth, mi anfitriona, su vecino y yo, hablando un poco de política, literatura y cine. Bueno, yo creí que decía cosas coherentes en mi portugués chapuceado y ellos siempre pusieron cara de que me entendían. Cuando la cosa pasó a la parte musical, el vecino sacó su guitarra y cerramos la noche con casi 10 canciones de Radiohead. Odié por un momento a los brasileños, todos saben cantar y tocar guitarra y yo ni siquiera afino una sola, pero me tranquilicé y me dejé llevar por los ritmos de Thom Yorke y sus muchachos antes de que se volvieran tan "experimentales".

Hoy salí con Beth a comprar unos disfraces para uno de los blocos que sale esta noche, el Bloco dos Masquerados, donde todos tienen que ir disfrazados. Recorrimos una zona parecida a San Victorino, llena de almacenes de chucherías y congestionadas de carros y gente a mas no poder. Conseguimos un sombrero de arlequín y un bastón-sonajero para mi, y una corona y una peluca para Beth. Allí ella me despidió, porque se iba a visitar a su mamá y yo salí para el Pelourinho (los baianos decimos o Pelô) a ver qué tanto era el escándalo.

Y el escándalo es mucho. Gigantesco. Las calles curvas, que suben y bajan, sin ningún sentido ni orden, son el recorrido de un laberinto increible de iglesias, casas, plazas, iglesias, casonas, iglesias, fuentes e iglesias. Y mas iglesias. En menos de 10 cuadras es posible toparse con 5 o 6 iglesias. Bueno, cuadras según la medida colombiana, porque las calles son interminables o, simplemente, tienen 1 casa de largo. No hay orden, no existe el plano cartesiano que los españoles diseñaron para nosotros. Muchas construcciones son solamente la fachada, vacía, hueca por dentro. Todas están roidas y carcomidas por la brisa marina, como si estuvieran en La Habana. Y todas las calles están llenas de gente, a reventar, porque a diferencia de Cartagena, en el centro histórico de Salvador viven los habitantes de verdad: negros, mulatos y blancos que han vivido toda su vida acá, y no especuladores de otras ciudades, que se hacen ricos con tierras que nunca visitan. De nuevo, Salvador es vida. Como escribí en el título del anterior escrito, es el corazón de Brasil.

Almorcé en un restaurante de comida baiana por peso; cada kilogramo de comida cuesta 17.9 reales (como $17.900 pesos), pero solo pude con 670 gramos. Seguí perdiéndome en calles y mas calles, donde todos están listos para iniciar el Carnaval. Encontré, sin buscar, la Casa de Olodum, y la plaza donde se reunen mas de 10 mil personas en el bloco de Filhos de Ghandy. Bajé al Mercado Moderno, en búsqueda de uno de los hitos geográficos mas importantes: el Elevador Laserda. Me metí entre calles, talleres, avenidas, parques, edificios de cristal y edificios casi podridos. Subí por el Elevador y volví con el ánimo renovado al apartamento, listo para la fiesta de esta noche.

Qué extraño de Colombia: que, por ahora, los carros no parquean donde se les da la gana.

Qué no extraño de Colombia: el cartesianismo, inclusive, en la cultura ciudadana.

Banda sonora de la noche anterior: High and Dry, de Radiohead y Un vestido y un amor de Fito Páez

miércoles, 18 de febrero de 2009

De la cabeza de Brasil, al corazón

Para no irme de Brasilia sin ver, aunque sea solo la puntica, la verdadera ciudad capital, con algo de movimiento cotidiano, salí de la apacible ala norte y me aventuré en el ala sur, solamente las primeras plumas, en la zona de los bancos.

El mapa de Brasilia tiene forma de avión (o de ave, según se quiera) y las alas quedan a cada lado del Eje Monumental, que es donde están todos los edificios y monumentos fotografiables. La zona residencial está organizada en supercuadras, que son inmensas cuadras que pueden tener hasta 20 edificios, toditos iguales al Antonio Nariño de Le Corbusier. En atravezar 6 supercuadras a pié, demoré mas de 1 hora. Volví a pasar por la Estación Rodoviária del Plano Piloto y me metí en la zona de los bancos donde descrubrí, oh sorpresa, que Brasilia también tiene Metro. Pero no sirve de mucho, está por la mitad aún y su único objetivo es unir otras ciudades del Distrito Federal con el Plano Piloto, es decir, con el ave.

Ahí, en la zona de los bancos, Brasilia ya no era mas la ciudad casi perfecta, de calles idénticas y gente que goza de la vida, sino una ciudad de gente corriendo, empujando, llegando tarde al trabajo. Donde si hay presencia de la policía militar que agrede a los indigentes que osan pedir limosna.

Pocas fotos tomé, todo el mundo era sospechoso para mi, un bogotano educado en la mas pura paranoia. Finalmente volví a la casa donde estaba alojado, me esperaba un viaje de 25 horas por parte del sertão brasileño.

Bernhar me llevó a la estación rodoferroviaria (ingrato recuerdo dos días atrás) y llegamos 1 minuto antes de que el bus saliera. Volvía a mi vieja costumbre de llegar en el último momento a las terminales; espero que no me deje ningún avión en el tiempo que me queda de viaje.

No vale la pena relatar un largo y agónico viaje en bus, además de un paisaje infinitamente mas aburridor que el paisaje de montañas, valles y selvas colombianas. En el puesto de atrás unos tipos con las peores pintas que mi paranoica mente se hubiera podido imaginas, echaban chistes a todo grito y se la montaban de lo lindo a dos australianos que cayeron en sus garras. Poco a poco el calor nos sumergía (a ellos, a los aussies, a mi y al resto de pasajeros) en un sopor que no nos dejaba ni respirar. El bus paraba en cada pueblo con una estación de Petrobras lo suficientemente grande como para que vendieran agua y manzanas, todos nos bajábamos, estirábamos las piernas, comprábamos alguna pendejada y volvíamos al bus. Los tipos-mala-pinta volvían entonces a sus chistes a todo grito, a gozarse a los gringos, hasta que el calor volvía a ganar.

Solo la noche, increíblemente estrellada, pudo romper el círculo vicioso: los tipos se durmieron, los australianos también, y quedé solo con el silencio de la vía lactea.

(Silencio galáctico)

El día siguiente fue una sucesión eterna de pueblos, pueblitos, ciudades y estaciones de Petrobras, en medio del desierto, hasta que el olor delator del mar se hizo presente. Inicialmente creí que eran mis pies (orgullosamente bogotanos enfundados en sus respectivas medias y tennis), pero Salvador apareció, poco a poco, bajo nuestras ruedas. Seguí las indicaciones de mi anfitriona en esta ciudad y, luego de 2 horas, llegué a la que será mi habitación. El tráfico en Salvador es imposible, porque la ciudad está llena de visitantes y una de las avenidas principales, la Avenida Oceánica, está ocupada por gruas, camiones y andamios que construyen los camarotes (especies de tarimas para que la gente, pagando, pueda ver los desfiles del Carnaval). Aquí, de nuevo, agradecí al hombre por cuatro de sus mas grandes invenciones: el cepillo de dientes (la crema dental también, por supuesto), el jabón, el champú y, especialmente, el papel higiénico.

Qué extraño de Colombia: los paisajes cuando se viaja por tierra.

Qué no extraño de Colombia: las películas y la música a todo tote en los buses intermunicipales.

Banda sonora: De Brasilia, Given to fly, de Pearl Jam, sin lugar a dudas. Del viaje, bajo la vía láctea, Al otro lado del rio, de Jorge Drexler y Seres de la noche, de Estados Alterados

lunes, 16 de febrero de 2009

Niemeyer no montaba en bus

No puede haber una peor impresión inicial de Brasilia, que la que se lleva un turista que llega en bus a la estación Rodoferroviaria. Es una construcción en cemento, sucia, oliendo a orines y casi comida por esa tierra roja de la selva. No podía creer que esta fuera la forma en la que me recibía la ciudad perfecta. Mientras llamaba por teléfono a mi anfitrión y recibía instrucciones para desplazarme, me abordaron dos tipos para pedirme dinero.

Mi siguiente paso fue a la estación rodoviária del Plano Piloto. La cosa no cambió mucho, estaba comenzando a asustarme con las ilusiones que me había hecho. Subí a la terraza de la estación y el panorama cambió completamente. Estaba en toda la intersección del Eje Monumental con el Eje Rodoviario. Brasilia se desplegó ante mi como una aparición de calles perfectas, separadores gigantes, y bloques de edificios idénticos y a lo lejos, la Catedral. Estaba en todo el centro de la idea urbanística que tuvo Lucio Costa, hace mas de 50 años: la cruz.


Después, cuando Bernhar (mi anfitrión) me llevó a su casa, salimos a almorzar y a conocer los monumentos, me quedé sin qué decir. Es sobrecogedora la energía que se despliega en la plaza de los tres poderes, la de una ciudad diseñada para que Brasil se encuentre con su destino de grandeza.

Para contrastar con la experiencia casi mística de la visita a los monumentos, terminamos la tarde viendo un partido de fútbol por televisión: Botafogo versus Flamingo. Bernhar es "foguense" (hincha de Botafogo) como todos los asistentes al bar, donde vimos el partido. Descubrí rápidamente que era mas entretenido ver los gestos y reacciones de los asistentes que el partido mismo. Gritos, brincos, madrazos, todo lo que acompaña un partido de fútbol. Botafogo iba ganando 1 a 0 y todos cantaban sin cesar; inclusive el arquero de Botafogo había tapado un penalty. Pero en el minuto 92, un descuido, y el Flamingo, empató el partido. El silencio se apoderó de todos, el árbitro señaló el fin del partido, las cervezas se calentaron. Cabezas bajas, discusiones de última hora, la derrota era abrumadora.

El desquite fue en la casa de Bernhar donde al son de dos guitarras los brasileños cantaron (yo no me sabía ninguna) hasta la 1 de la mañana. Yo, simplemente, los acompañaba con un extraño instrumento de percusión, formado por 2 cocos clavados en un palo, que son golpeados por otro palo. Así terminó el día en el que descubrí que a pesar de la grandeza de la lógica de Costa, Niemeyer, Le Corbusier y compañia, aún nos pueden empatar el partido en los minutos de descuento.

Qué extraño de Colombia: lo fácil y barato que es conectarse a internet.

Qué no extraño de Colombia: que nunca tuvimos un sueño de grandeza, así fuera solamente un sueño.

Banda sonora del día: With or without you de U2, She's like a rainbow de los Rolling Stones y alguna de Johnny Cash

domingo, 15 de febrero de 2009

El pasajero de la poltrona 44

Ya cometí el primer error, sin consecuencias afortunadamente, producto de la falta de sueño: boté el tiquete para reclamar mi equipaje en el bus que me trajo de São Paulo a Brasilia.

Estuve todo el día en SP dando vueltas, viendo llover. La lluvia me cogió en el centro comercial D (acá los llaman shopping center), cercano a la estación rodoviária de Tietê. Había pensado alquilar una habitación por horas (si, como en un motel) para poderme bañar y dormir un par de horas, pero me tocó almorzar y vitriniar en el centro comercial todo el día, mientras amainaba el chaparrón. Cuando dejó de llover, salí directo para la rodoviária y me monté al bus. Me esperaba un viaje de 15 horas, que en realidad, por la magia del cambio de horario de verano, fueron solo 14; de nuevo, en solo 2 días, había viajado en el tiempo: en el vuelo Bogotá - São Paulo, había pasado 6 horas, pero mi reloj decía que habían sido 9. Ahora, mi reloj había recuperado 1 hora.

El viaje en bus fue cómodo (las autopistas brasileras son verdaderas autopistas), a pesar de tener el baño del bus inmediatamente atrás de mi asiento. Creo que no noté especialmente ese detalle porque en este momento huelo peor que dicho baño. Pero solamente pude dormir unas 2 o 3 horas en total. Tal vez por eso tuve que presentar mi pasaporte para que confirmaran que el pasajero de la poltrona 44 efectivamente era el propietario del morral que quedaba sin reclamar en la bodega del bus.

Qué extraño de Colombia: los precios.
Qué no extraño de Colombia: esas trochas a las que el Ministro de Transporte tiene el descaro de llamar carreteras.
Banda sonora del viaje: casi como una epifanía, Shape of my heart de Sting.

sábado, 14 de febrero de 2009

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São Paulo se extiende bajo el avión como una telaraña de luces. Tiene algo mágico la forma en la que aparece lentamente detrás de un pequeño cerro. Luego de 6 horas de tratar de acomodarme en una silla para enanos, era el recibimiento mínimo que esperaba.

Son las 7am de São Paulo, pero las 4am en Bogotá... y estoy despierto (me imagino que por la emoción) como un bombillo. Espero que no me dé el ataque de sueño de manera repentina, en cualquier momento.

El aeropuerto, pues bueno, muy grande. Inmigración, haciendo gala de inoperancia (12 "cajas", pero solo 5 "cajeras"), y ya se comienza a sentir el costo de esta ciudad; el pasaje hasta una de las terminales de transporte, desde donde voy a coger bus para Brasilia, cuesta 30 reales (mas o menos 1 real son mil pesos) por 25 km de recorrido. Es decir, mas de un real por kilómetro. La hora de internet vale 10 reales, la caja de seguridad para guardar la maleta 7 reales, la entrada al baño de la terminal, 1.

Pareciera que todas las terminales de transporte fueran diseñadas por la misma persona: Rodoviária Tietê es como la terminal de Manizales o Cali, cemento y mas cemento, solo que 10 veces mas grande. Todo es mas grande, no por nada, estoy en el país mais grande do mundo.

Que extraño de Colombia: la eficiencia de inmigración.

Que no extraño de Colombia: el desorden.