jueves, 5 de marzo de 2009

Até mais, Brasil do meu coração

6:50 am. Como un zombie bajé a la calle, me subí al taxi y salimos para el aeropuerto. Un domingo claro, despejado, sin tráfico, me despedía de São Paulo y de Brasil. Pagué los 70 reales pactados la noche anterior, hice un rápido check-in y desayuné un miserable pastelito y un jugo de caja por 7 reales. Llamado a abordar y ya estaba, de nuevo, en la sillita estrecha al lado de la ventana; ya habían escogido la silla de la salida de emergencia, que es mucho mas amplia, por lo que tuve que resignarme a mover mis piernas de vez en cuando para evitar que se me cortara la circulación.

Tres tipos, que a kilómetros se notaban que eran bogotanos (no sabría decir por qué es tan fácil identificarlos), se subieron dos sillas adelante, uno de ellos aún en chancletas, todos oliendo a trago. Le cayeron inmediatamente a una linda brasileña que iba en el puesto del pasillo, contándole que habían estado en una fiesta en no se dónde. Ella respondía diciendo que había estado en otra fiesta en Florianopolis, con modelos y todo. Me temí que el vuelo de 6 horas se convirtiera en una competencia por quién había estado en la fiesta mas play, pero el guayabo que los tipos tenían actuó a mi favor y se quedaron dormidos casi inmediatamente después de que el avión despegó.

Poco a poco, la gigantesca mancha de cemento que es São Paulo se deslizaba bajo mis pies y nos encumbrábamos en nubes turbulentas. Cuando lo único que veía en mi ventana era el blanco eterno de los cielos nubosos, cerré la persiana y agradecí mentalmente a Brasil por 15 días espectaculares.

Mientras intentaba dormir, oí que una aeromoza le decía a otra: "me alcanzas mas tintico, ¿porfis?". Supe en ese momento que ya no estaba mas en Brasil y que, aún a miles de kilómetros de Colombia, ya había vuelto a mi país.



Algunos datos finales:


Días de viaje: 15
Horas en avión: 14 aprox.
Horas en bus interestatal: 47 aprox.
Kilómetros recorridos por tierra: 3.000 aprox.
Kilómetros recorridos por aire: 9.800 aprox.

Distribución del gasto:

Transporte aéreo internacional: 28%
Transporte aéreo local: 10%
Transporte terrestre intermunicipal: 11%
Transporte terrestre urbano: 5%
Comida: 14%
Alojamiento: 18%
Bebidas alcohólicas: 3%
Entradas a museos, parques y espectáculos: 3%
Otros (regalos, discos, libros): 9%

Lo que mas extrañé de Colombia: el café, los precios del transporte y encontrar una tienda en cada esquina.

Lo que menos extrañé de Colombia: la infraestructura vial, la agresividad de la gente, la infraestructura vial, el caos en todo, la infraestructura vial y la hora zanahoria. Y la infraestructura vial.

Banda sonora del viaje: Preciso me encontrar, de Cartola. Al otro lado del río, de Jorge Drexler. Shape of my heart, de Sting. Na Baixa do Sapateiro, de Ary Barroso. Given to fly, de Pearl Jam. O que é o que é, de Gonzaguinha. One step closer, de Linkin' Park. Y cualquier cosa que cante Carlinhos Brown.

Solo por no dejar esta entrada del blog sin foto, a mi llegada a Bogotá tomé una foto de mi pie (otra vez, si, pero que quede claro que no soy podófilo) que expone muy claramente el paso del sol brasileño por mi piel. Aplican las mismas advertencias que hice para la foto anterior de mi pie.
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miércoles, 4 de marzo de 2009

Pa'l centro

El día comenzó temprano, con un desayuno corto (otra vez este café brasileño). Salimos con Anselmo a caminar por el centro de São Paulo que, como el de Bogotá, es mejor recorrerlo a pie que en carro o en bus. A solo diez minutos de su casa, nos encontramos con los 2 primeros hitos: el edificio Copán (Niemeyer, por supuesto) y el edificio Italia. La gente miraba a lo alto, siguiendo nuestra mirada, tratando de descubrir qué se estaban perdiendo.


Poco a poco se abrió ante nosotros el centro de São Paulo, amplio y limpio, en constante movimiento. El sol salvaje nos hizo detenernos para comprar un bloqueador solar en una droguería, ya que yo había dejado el mío en el apartamento y Anselmo no traía. Bajamos por unas calles, buscando el Teatro Municipal que, lamentablemente, estaba en restauración, por lo que no pude ver gran cosa. Pero eso fue compensado con una corta sesión fotográfica que estaba ocurriendo en una fuente cerca al Teatro: una delgada modelo en bikini era fotografiada, mientras nosotros sacábamos fotos a sus espaldas y media plaza se paralizaba para verla.

Luego el sonido de muchos tambores nos hizo acercarnos a una banda de percusión que ensayaba debajo de un puente, esquivando el sol abrasador. Así es el centro de São Paulo, lleno de sorpresas y, comparado con el centro de cualquier ciudad colombiana, muy amplio y cómodo para caminar, pero con la misma carga de belleza y variedad. Por el centro pasa toda la ciudad, negros, blancos, bolivianos y japoneses por igual. Caminamos un poco mas y llegamos a una esquina famosa, inmortalizada por la canción Sampa (diminutivo de São Paulo) de Caetano Veloso: São João e Ipiranga. Este cruce, en realidad, no tiene nada de especial. Simplemente aparece en la canción y por eso se convirtió en un lugar turístico.

Buscando la Estación de la Luz, una vieja estación ferroviaria muy de estilo europeo, restaurada como estación de metro, nos perdimos. En lugar de seguir por la São João, seguimos por la Ipiranga. Uno de los tantos mapas de Anselmo llegó al rescate y nos permitió llegar a la Estación. Definitivamente Sampa es una ciudad llena de sorpresas: en medio de una zona poco agradable se levanta un edificio totalmente espectacular, una estructura de acero cubierta por un gran edificio que tiene hasta torre del reloj. El interior es simple y hermoso, lleno de gente circulando, saliendo y entrando: La Estación de la Luz.


Dentro de la Estación, en una sala había un piano de pared con un letrero: "por favor tóqueme". No había nadie cerca, ni siquiera mirándolo. Me acerqué tratando de descubrir la trampa, dónde meter la moneda o las cámaras escondidas. Nada. Simplemente era un piano en medio de una estación de metro. Me senté e intenté algunas notas que mi muy deficiente memoria dejó escapar. Inmediatamente se acercó la gente a mirar, a tocar conmigo, a hablar. Alguien dijo, sabiamente, que si en lugar de un piano fuera un pandero (pandereta), todos estarían tocando y bailando. La cultura musical que me había sorprendido al inicio de mi viaje por Brasil, brilló por su ausencia.

Salimos de la estación al parque, que tiene el mismo nombre, Parque de la Luz. Como los parques que había conocido antes, este es un parque limpio, frondoso y muy fresco. Caminamos viendo a la gente descansar en la sillas, hablar, sacarse fotos. Salimos y llegamos a la Pinacoteca Municipal, un hermoso, viejo y recién restaurado edificio de ladrillo (el ladrillo a la vista es algo muy raro por estos lados), de entrada gratuita, con una hermosas exposición de una acuarelista de flora silvestre. Salimos de nuevo por la Estación de la Luz y ya había un señor tocando el piano con gran habilidad. Parece que la gente finalmente había quebrado el hielo y sin miedo se atrevían a tocar alguna melodía con el ruido del metro de fondo.

Caminamos unas cuadras mas y llegamos al Empire State... bueno, a la versión brasileña, el Altino Arantes, mas conocido como el Edificio Banespa. A sus pies, en un edificio cercano, funciona el museo de la Bolsa de Valores del Estado de São Paulo, Bovesp, de entrada gratuita, con videos 3D sobre el funcionamiento de la bolsa, tableros electrónicos y un ambiente muy fresco. A esas horas de la tarde, los ambientes frescos eran toda una bendición.

Luego de algunas cuadras, con cara de circunstancias, Anselmo me hizo una advertencia: tenía que poner mi morral en mi pecho, cerrar bien las cremalleras y cuidar mis objetos personales, porque íbamos a entrar a una zona muy congestionada de gente y con muchos raponeros. Pensé que, después de temerlo y nunca encontrarlo, el fantasma de la violencia brasileña, Zé Pequeno personificado, iba a hacer aparición. Bajamos por una callejuela que poco a poco se fue llenando de negocios de partes para joyería de fantasía, disfraces, papelerías y ropa barata. Comencé a sospechar. Llegamos a una calle repleta de gente donde era muy difícil caminar, con ventas ambulantes a lado y lado, unos tipos sonando unos piticos chistosos, cientos de olores y ruidos, carros de policía. Me relajé, descubrí que no estaba en un sitio peligroso sino, simplemente, la versión paulista de San Victorino. El sector inclusive tiene nombre de santo, también: São Bento. No apareció ningún Zé Pequeno, por supuesto.

Avanzamos esquivando gente y llegamos al Mercado Municipal, muy similar en construcción y concepto al Mercado Modelo de Salvador. Almorzamos-comimos unos pasteles de bacalao y salimos a una muy sucia estación de buses rumbo a una especie de mercado de las pulgas (mercado artesanal, dijo Anselmo), donde comimos algunas cosas mas y nos sentamos en unas sillas en el andén de un bar cercano a tomarnos unas cervezas y a esperar a unos amigos de Anselmo. Llegaron los amigos, tomamos mas cerveza, hablamos de fútbol, política (todos preguntan por Uribe y las FARC), cine, Brasil, música.

Salimos de ahí al apartamento de Anselmo, donde seguimos la charla hasta las 2am. Mas tarde, a las 5:50, tenía que coger el taxi mas costoso de mi vida, que me llevaría al aeropuerto de Guarulhos, porque los domingos a esa hora no hay otro tipo de transporte posible.

Qué extraño de Colombia: a estas alturas del viaje, la comida.

Qué no extraño de Colombia: especialmente de Bogotá, la agresividad cotidiana en los conductores, peatones, vendedores.

lunes, 2 de marzo de 2009

Dando vueltas por São Paulo

Salí temprano a tratar de recorrer algunos puntos importantes, casi obligatorios, de São Paulo. La Avenida Paulista, grande, llena de gente, de negocios, de tipos impecablemente de vestido y corbata a 32 grados centígrados. Cogí un bus hasta allá, y recorrí, a pié, gran parte de su recorrido, el MASP (Museo de Arte de São Paulo), el parque Siqueira Campos, el Edificio de la Gazetta y el FIASP. Seguí por una maraña de edificios de metal y vidrio, al lado de edificios tradicionales de concreto, hasta que bajé por otra calle para coger otro bus que me dejaría cerca del Parque Ibirapuera, en el monumento a las Bandeiras (los hombres que conquistaron Brasil).

El Parque Ibirapuera es un parque gigante, mas grande que el Simón Bolivar, donde SI dejan jugar fútbol, correr, comer, entrar perros, montar en bicicleta o monopatín, etc, cualquier cosa diferente de la "recreación pasiva". Mis objetivos dentro del parque eran el Planetario, el Auditorio Ibirapuera (Niemeyer contraataca) , el Pabellón Lucas Nogueira Garcez (llamado OCA), el Museo de Arte Moderno y el Pabellón Japonés, que es una reproducción de una casa japonesa, con jardines y todo. A pesar de ser un viernes por la mañana, cerca de medio día, el parque tenía mucha gente; parece que durante la semana de carnaval muchas universidades y colegios suspenden clases, tal vez por eso el parque tenía una alta población "patineta". Cumplí mis primeros objetivos, el Planetario, el Auditorio y el OCA (que estaba en reparación, así que no pude ver mucho) y el Museo de Arte Moderno, que no es la gran cosa, la verdad, y además estaba cerrado.

Buscando el Pabellón Japonés tuve que dar una vuelta innecesaria alrededor de un lago, tan grande como el lago del Simón, porque me desvié de la ruta al ver un edificio entre los árboles que pareció interesante. En realidad era solo un pequeño museo de astrofísica, nada especial. Como aprendería a lo largo de mi estadía en São Paulo, cada "pequeña vuelta" en esta ciudad significa 20 o mas minutos de larga caminata o de trancón en un bus. Cuando encontré de nuevo la ruta al Pabellón Japonés, un aguacero sorpresivo, instantáneo, imparable, se desgajó. Tuve que volver corriendo al pequeño museo a esconderme mientras, de la misma sorpresiva manera, pasaba el chubasco. Anselmo, mi anfitrión paulista, me había advertido que el clima en São Paulo es de locos. Realmente lo es. No había terminado de llover y ya el sol esplendoroso volvía a subir la temperatura del día. Ahí, en una banca bajo un árbol, como un perro mojado (en apariencia y olor), saqué los sánduches que había preparado y almorcé viendo el agua y la luz colarse entre las ramas. Era hora de volver a mi búsqueda del famoso Pabellón, que tenía que valer el esfuerzo y la mojada.


El letrero que anunciaba el Pabellón Japonés tenía una pequeña leyenda: Solo abrimos los jueves, sábados y domingos. De nuevo, como un perro mojado, di vuelta a mis paticas por donde me habían traido y salí por otra puerta para tomar unas rápidas fotos al obelisco en homenaje a los héroes de la Guerra Paulista de 1932, cuando el estado de São Paulo se rebeló contra el presidente Getúlio Vargas en una guerra de 3 meses, y dar una vuelta por los alrededores para tratar de encontrar de nuevo la calle donde debería coger un bus que me llevara a la Paulista de nuevo.

El tránsito comenzó a ponerse un poco mas "denso" al igual que los buses: tuve que subirme al bus a punta de codo y rodilla, aplastando y siendo aplastado, empujando, pisando y recibiendo pisotones. Me sentía como en un Transmilenio, solo que, factor agravante, a mas de 30 grados. Como yo, la mayoría de los ocupantes estabamos mojados. Finalmente, luego de un viaje 20 minutos mas largo que el de vuelta, el camión de los perros mojados llegó a la Paulista y pude bajarme (a los empujones, claro) buscando aire fresco y verificar si todo mi equipamento y partes corporales se encontraban en su sitio. Tenía que coger un bus para llegar a una parada de buses donde debería coger otro que me llevaría a la Universidade de São Paulo, que seguramente iba a estar cerrada, pero que quería conocer.

Hace ya muchos años, en una excursión con unos amigos al desierto de La Tatacoa, al norte de Neiva, luego de armado el campamento, unos integrantes del viaje decidieron salir a caminar. Parece que los tipos caminaron mas de lo debido, porque cuando intentaron volver los cogió la noche y dieron muchos rodeos tratando de encontrar la carretera, una pequeña trocha. Los que quedamos en el campamento salimos a buscarlos, gritando, pero parece que estaban muy lejos. Finalmente llegaron a la carretera pero por culpa de las vueltas que habían dado no sabían si había que seguirla hacia la derecha o la izquierda. Decidieron caminar hacia un sentido, durante casi una hora sin encontrar nada y, entonces, giraron 180 grados y volvieron por el camino hasta que por fin encontraron el campamento. Aún hoy, luego de muchos años, me sigo burlando de eso. Pero como dicen las abuelas, Dios no castiga ni con palo ni con rejo. Como se imaginarán, cogí la ruta adecuada del bus, en la parada de buses y en la avenida correcta; pero en el sentido contrario.


45 minutos después de que el paisaje urbano completamente desconocido que me rodeaba me hiciera sospechar que iba en la dirección incorrecta, tuve que bajarme y coger el mismo bus, en el sentido correcto. ¿Algo positivo en semejante torpeza? El bus estaba casi vacío, me pude sentar. Negativo: me cogió el trancón mas salvaje que pudiera imaginar en la Avenida Paulista. Si hubiera hecho el recorrido a pie, me hubiera rendido mas, pero seguramente hubiera terminado quién sabe en dónde. Tenía que permanecer en el bus hasta que reconociera la avenida donde debía bajarme. Cuando llegué (además me pasé de la estación y tuve que caminar varias cuadras de vuelta) mi día había terminado. Derrotado, entendí que tenía que usar esto como excusa para volver a São Paulo y recorrer lo que no alcancé. Llegué al apartamento de Anselmo a llamar a Daniel y Januaria, unos amigos de mis padres, para quienes llevaba un regalo, una pequeña reproducción del Poporo Quimbaya en cajita de lujo y todo.

Me recogieron y fuimos a un bar de música cubana, cerca del apartamento donde me estaba quedando. En la puerta nos recibió el portero del bar, un negro canoso, que nos dedicó un amable piropo a cada uno de nosotros mientras nos daba una tarjeta de acceso. Nada de pedir la cédula, mirar rayado, requisa a la entrada o fila interminable para entrar a un bar vacío. Y este bar estaba lleno. Mucho.

Esta noche había un grupo de música en vivo, con los grandes éxitos del son cubano. Creo, por la forma en que pronunciaba las palabras, que el cantante hablaba español. El hecho fue que ninguno de los asistentes, excepto yo, se sabían las canciones; cosas tan populares en nuestro país como El Carretero o Chan Chan, no eran del dominio público. Y a lo largo de mi viaje, noté la barrera musical que hay entre Brasil y la América Latina española. En ninguna de las sesiones de guitarra casera en las que había estado se había cantado una sola canción popular en español. En Salvador cantamos Un vestido y una flor de Fito Paez, porque Caetano Veloso tiene un cover. Borbulhas de amor se llama el cover que hace un brasileño llamado Fagner del éxito de Juan Luis Guerra y 4:40. De música ligera, pero versión Os Paralamas. Nada mas. Bueno, una excepción, que no considero muy honrosa: Julio Iglesias. Todo el mundo ha oído a Iglesias gemir canciones (en portugués, claro) y fueron torturados cuando niños con sus canciones, al igual que acá. El mayor vendedor de discos de la historia, indudablemente.

En el bar teníamos una pequeña mesa muy bien ubicada cerca de la tarima donde estaba la banda. Cuando comenzaron a sonar los acordes, todo el mundo llenó la pista y comenzaron a bailar. Nos tocó irnos de la mesa porque los bailarines nos estaban cayendo encima, intentando dar pasos de salsa pero con cadencia de samba. Eso de las coreografías (el ocho, de vuelta para atrás, etc) no va con los brasileños, o por lo menos no con los asistentes esa noche. Probé tres tipos de cerveza, todas tipo pilsen como en todo Brasil, y hablamos a gritos hasta la 1:30am. Mis acompañantes tenían que madrugar porque iban a pasar el fin de semana en una finca cerca de São Paulo, y yo tenía que levantarme temprano a ver si el sábado si me rendía, ya que Anselmo me iba a acompañar a sacar unas fotos en el centro.

Qué extraño de Colombia: después de 13 días probando diferentes cafés brasileños preparados de diferentes maneras, el café colombiano. No es que el café brasileño sea mas fuerte. Simplemente es mas feo.

Qué no extraño de Colombia: la agresividad de los porteros de los bares y el desprecio generalizado por el cliente en las zonas de rumba.

Banda sonora: El Carretero y Chan Chan, por supuesto. Y también Lost in the supermarket, de The Clash