miércoles, 6 de noviembre de 2013

De nuevo, Brasil

Había quedado deslumbrado con Río cuando, en 2009, estuve en un viaje de 15 días recorriendo varios miles de kilómetros de Brasil. Me había prometido volver y recorrer un poco mas la Cidade maravilhosa, sin carnaval. Hace ya un par de meses, me enteré de una promoción en LAN, de 360 dolares por pasaje, ida y vuelta, así que decidí aprovechar cierto superávit financiero y con mi esposa, Carolina y César, mi amigo, nos montamos en un plan que a todas luces suena muy traqueto: nos vamos de puente festivo a Río de Janeiro, porque sale mas barato que irse a Cartagena.

Además, con mi esposa compramos boletas para el primer concierto, luego de varios años, de Robi Draco Rosa en Bogotá, la noche inmediatamente anterior al viaje: 8 horas antes. Mas traqueto aún: Robi nos despide de Colombia.

Espero aprovechar, un poco mas que los anteriores, estos días en Río. Conocer su vida nocturna no carnavalera y recorrer algo de la ciudad antigua, capital imperial, casa de la corte real portuguesa. Encontrarme con un Brasil aún mas encumbrado, lleno de contrastes (menores a los de acá, eso si por seguro) y pujando por cumplir con el papel de potencia futura que todos le endilgan.

En el año previo a la Copa mundo, el turismo en Brasil es muy barato: como cuando el mar, luego de un tsunami, se retira antes de lanzar con furia su ola gigantesca sobre la costa. Tanto así, que conseguimos un descuento del 50% en los precios del hotel. Un punto mas en traquetismo: nos vamos a quedar en un hotel 4 estrellas, en el centro histórico de la ciudad, en Lapa, cerca de los arcos (ya sin boundinho).

Solo queda esperar que no tengamos un final traqueto, sino un final feliz, de clase media bogotana de puente festivo a la costa.

martes, 14 de septiembre de 2010

Gracias Gustavo

Gustavo, ha pasado tanto tiempo desde que cayó en coma, tanto tiempo sin tener noticias suyas, tantos rumores sobre su muerte, que finalmente decidí escribirle esto. Le debo tanto, que sería ridículo no contarle un poco acerca de esa deuda.


Disculpe si le hablo de usted, yo sé que no es lo acostumbrado en su país; pero soy bogotano y así nos tratamos acá. Soy el mayor de tres hermanos. Mis hermanos tuvieron que heredar, como la mayoría de los hermanos menores en la Colombia de clase media, algo de mi ropa y algunos de mis juguetes. Yo siempre tenía ropa y juguetes nuevos, una de las ventajas de ser el primogénito. Pero, a veces, tener todo nuevo no siempre es bueno: en algunos aspectos de la vida se tienen que recorrer caminos inciertos, a oscuras, sin guía. Me refiero específicamente a los gustos musicales. La música que nos gusta es un buen indicador de cómo vemos la vida; necesitamos escuchar nuestro corazón latiendo en unos buenos parlantes para sentirnos vivos.


Los hermanos menores no heredan los gustos musicales del mayor, pero si heredan el recorrido que el otro tuvo que hacer solo, de separación de la música infantil y de la música de los padres, en búsqueda de su propia identidad. Por eso, generalmente, los primogénitos tienen un gusto variado, desordenado, compuesto por cientos de géneros diversos, un mar de ritmos con un milímetro de profundidad. Siendo claro: todo y nada les gusta, les gusta lo que esté de moda. Por eso los hermanos menores tienen la posibilidad de construir sobre lo que el mayor dejó, de tener una visión mas amplia de lo que la música puede ofrecer. En esas búsquedas solitarias, el hermano mayor siempre está expuesto al diablo del mal gusto.


¿A qué viene todo esto? Yo soy hermano mayor, pero yo no tuve que emprender la "exploración musical" solo y sin guía. Por cosas del destino, cuando estaba dando vueltas por ahí, a los 13 años de edad, me crucé con un casete que un amigo me prestó y que contenía varias canciones saltarinas y llenas de letras tontas, que hablaban de novias con bíceps, de bandas de rock dietéticas y que se quejaban de no poder ser del Jet-set. Ahí, en solo 11 canciones, mi búsqueda tuvo sentido. Encontré la referencia musical que me ha acompañado desde entonces. Y no solo referencia musical, sino referencia de la vida misma. Fue así como lo conocí, Gustavo, como lo oí por primera vez. Y, de nuevo, disculpe si le hablo de usted; yo sé que en Argentina se tutea. Es que soy bogotano, y así nos hablamos los bogotanos entre hermanos. Así se le habla al hermano mayor. Al hermano mayor del que uno hereda la música, el ritmo y, por lo tanto, la forma de ver las cosas. Me embarqué, pues, a los 13 años en un viaje guiado por usted.


Ese viaje tuvo muchas estaciones, muchos caminos. Musicalmente, inició por el intercambio de caseticos, en medio de una guerra sin cuartel entre el rock en español de España (chabacano, divertido, grosero y con una tendencia clara al folk que aún no han podido superar) y el Argentino (muy inglés, muy Beatle, y con la "canción latinoamericana" pujando en algunos momentos). Mis preferencias siempre estuvieron por los lados del sur; y gracias a su banda, a Soda, encontré rápidamente bandas similares. Cuando me extasiaba con su solo de guitarra al inicio de Signos en Ruido Blanco, me soplaron "eso suena como Pink Floyd". Busqué a los Floyd, y descubrí que mi padre adoraba The Wall. Conseguí todas las letras del disco y me puse, con la terquedad típica de los niños, a aprendérmelas. Casi al tiempo, al verlo a usted y a Zeta y a Charly maquillados y con esos "raros peinados nuevos", apareció otra banda, que se veían igual, pero que tocaban una canción tropical. La banda era del norte: los Caifanes. Y con todos estos góticos, de camisas de flores y labial, me choqué con The Cure. Y descubrí que detrás de la obscuridad visual, estaba la claridad mental.


Y detrás de la música estaba la rumba y detrás de la rumba, la euforia. Así fue como entré en los noventas, en busca de la euforia fluorescente. Y al lado de la jalea de perlas, de los pepinitos picantes, de la rabia contra la máquina, del melón ciego, estaba ese salto maravilloso entre la crudeza animal y la complejidad dinámica, salpicado por la sicodelia amarilla del amor, su primero en solitario.


Y, claro, junto a la rumba y la euforia, estaban las mujeres. Y si bien, el camino del corazón y de las hormonas se recorre en solitario, alguna ayuda se puede recibir; ayuda, al menos, para poder volcar ese torrente de sentimientos y sensaciones en palabras y música. Aprendí, que a pesar de que se quieren parecer, todas las mujeres son distintas.


Qué es lo que se desea


Qué es lo que se extraña


Cómo se atraen


Cómo me atraen


Y, finalmente, qué pueden llegar a significar en la vida


Pero la euforia no puede durar toda la vida, por supuesto. La adolescencia tenía que terminar, así como también Soda (aún me duele que no hayan venido a despedirse acá). Inicié, de nuevo a su lado, el paso a la adultez, donde importa mas vivir mucho que vivir rápido.


Por esos días, con unos amigos, acabábamos de realizar un sueño de juventud: montar un bar y ser diskjockeys. Y, junto con usted, entré al mundo de la música electrónica de discoteca; sentí la comunión del baile, de la deconstrucción musical, de la unificación de conciencias alrededor de los ritmos. Volverse gaseoso, respirar y ser respirado.


Vinieron sus discos en solitario, sus proyectos paralelos, sus uniones, separaciones, mezclas, tributos y producciones pop. Así como vinieron mis proyectos freelance, la oficina de diseño, el bar, la producción de eventos, un par de quiebras financieras. Era la época de buscar, proponer, encontrar, desprenderse, negar y afirmar constantemente. Y a pesar de que nos separamos un poco musicalmente hablando, nuestros caminos se cruzaban constantemente. O, mejor, yo siempre volvía a encontrármelo, sorprendido, a gusto.


Y luego llegó el momento de estabilizarse, endeudarse y dedicarse a lo que uno sabe hacer, le gusta hacer y hace bien; afirmarse como se afirmó usted como guitarrista. Solo que, de un momento a otro, su camino se detuvo. O, mejor, se desvió, dejó atrás este mundo. Me dejó atrás. Salió corriendo, dejando todo atrás, inclusive su cuerpo.


Atrás dejó su cuerpo, en el escenario de Caracas. Ahora ese cuerpo está en la Clínica ALCLA, de Buenos Aires. Vuelta de Obligado 3165, entre Guayra y Campos Salles. Me aprendí la dirección de memoria y marqué el sitio en mi mapa de Google, porque viajo en enero a su ciudad y espero, aparte de Caminito, La Boca, el Cementerio de la Recoleta y demás sitios turísticos, pasar un momento frente a la Clínica e intentar, tal vez por última vez, que nuestros caminos se crucen. Así usted esté acostado inconsciente en una cama y yo esté afuera, en la puerta de la clínica, con una flor solitaria, dándole silenciosamente las gracias. Gracias por acompañarme tantos años. Gracias por heredarme tantas cosas. Gracias por mostrarme y dejarme oir el latir de este mundo. Gracias por las letras y las notas. Gracias por los conciertos, la euforia y la reflexión.

Gracias Gustavo.

jueves, 5 de marzo de 2009

Até mais, Brasil do meu coração

6:50 am. Como un zombie bajé a la calle, me subí al taxi y salimos para el aeropuerto. Un domingo claro, despejado, sin tráfico, me despedía de São Paulo y de Brasil. Pagué los 70 reales pactados la noche anterior, hice un rápido check-in y desayuné un miserable pastelito y un jugo de caja por 7 reales. Llamado a abordar y ya estaba, de nuevo, en la sillita estrecha al lado de la ventana; ya habían escogido la silla de la salida de emergencia, que es mucho mas amplia, por lo que tuve que resignarme a mover mis piernas de vez en cuando para evitar que se me cortara la circulación.

Tres tipos, que a kilómetros se notaban que eran bogotanos (no sabría decir por qué es tan fácil identificarlos), se subieron dos sillas adelante, uno de ellos aún en chancletas, todos oliendo a trago. Le cayeron inmediatamente a una linda brasileña que iba en el puesto del pasillo, contándole que habían estado en una fiesta en no se dónde. Ella respondía diciendo que había estado en otra fiesta en Florianopolis, con modelos y todo. Me temí que el vuelo de 6 horas se convirtiera en una competencia por quién había estado en la fiesta mas play, pero el guayabo que los tipos tenían actuó a mi favor y se quedaron dormidos casi inmediatamente después de que el avión despegó.

Poco a poco, la gigantesca mancha de cemento que es São Paulo se deslizaba bajo mis pies y nos encumbrábamos en nubes turbulentas. Cuando lo único que veía en mi ventana era el blanco eterno de los cielos nubosos, cerré la persiana y agradecí mentalmente a Brasil por 15 días espectaculares.

Mientras intentaba dormir, oí que una aeromoza le decía a otra: "me alcanzas mas tintico, ¿porfis?". Supe en ese momento que ya no estaba mas en Brasil y que, aún a miles de kilómetros de Colombia, ya había vuelto a mi país.



Algunos datos finales:


Días de viaje: 15
Horas en avión: 14 aprox.
Horas en bus interestatal: 47 aprox.
Kilómetros recorridos por tierra: 3.000 aprox.
Kilómetros recorridos por aire: 9.800 aprox.

Distribución del gasto:

Transporte aéreo internacional: 28%
Transporte aéreo local: 10%
Transporte terrestre intermunicipal: 11%
Transporte terrestre urbano: 5%
Comida: 14%
Alojamiento: 18%
Bebidas alcohólicas: 3%
Entradas a museos, parques y espectáculos: 3%
Otros (regalos, discos, libros): 9%

Lo que mas extrañé de Colombia: el café, los precios del transporte y encontrar una tienda en cada esquina.

Lo que menos extrañé de Colombia: la infraestructura vial, la agresividad de la gente, la infraestructura vial, el caos en todo, la infraestructura vial y la hora zanahoria. Y la infraestructura vial.

Banda sonora del viaje: Preciso me encontrar, de Cartola. Al otro lado del río, de Jorge Drexler. Shape of my heart, de Sting. Na Baixa do Sapateiro, de Ary Barroso. Given to fly, de Pearl Jam. O que é o que é, de Gonzaguinha. One step closer, de Linkin' Park. Y cualquier cosa que cante Carlinhos Brown.

Solo por no dejar esta entrada del blog sin foto, a mi llegada a Bogotá tomé una foto de mi pie (otra vez, si, pero que quede claro que no soy podófilo) que expone muy claramente el paso del sol brasileño por mi piel. Aplican las mismas advertencias que hice para la foto anterior de mi pie.
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miércoles, 4 de marzo de 2009

Pa'l centro

El día comenzó temprano, con un desayuno corto (otra vez este café brasileño). Salimos con Anselmo a caminar por el centro de São Paulo que, como el de Bogotá, es mejor recorrerlo a pie que en carro o en bus. A solo diez minutos de su casa, nos encontramos con los 2 primeros hitos: el edificio Copán (Niemeyer, por supuesto) y el edificio Italia. La gente miraba a lo alto, siguiendo nuestra mirada, tratando de descubrir qué se estaban perdiendo.


Poco a poco se abrió ante nosotros el centro de São Paulo, amplio y limpio, en constante movimiento. El sol salvaje nos hizo detenernos para comprar un bloqueador solar en una droguería, ya que yo había dejado el mío en el apartamento y Anselmo no traía. Bajamos por unas calles, buscando el Teatro Municipal que, lamentablemente, estaba en restauración, por lo que no pude ver gran cosa. Pero eso fue compensado con una corta sesión fotográfica que estaba ocurriendo en una fuente cerca al Teatro: una delgada modelo en bikini era fotografiada, mientras nosotros sacábamos fotos a sus espaldas y media plaza se paralizaba para verla.

Luego el sonido de muchos tambores nos hizo acercarnos a una banda de percusión que ensayaba debajo de un puente, esquivando el sol abrasador. Así es el centro de São Paulo, lleno de sorpresas y, comparado con el centro de cualquier ciudad colombiana, muy amplio y cómodo para caminar, pero con la misma carga de belleza y variedad. Por el centro pasa toda la ciudad, negros, blancos, bolivianos y japoneses por igual. Caminamos un poco mas y llegamos a una esquina famosa, inmortalizada por la canción Sampa (diminutivo de São Paulo) de Caetano Veloso: São João e Ipiranga. Este cruce, en realidad, no tiene nada de especial. Simplemente aparece en la canción y por eso se convirtió en un lugar turístico.

Buscando la Estación de la Luz, una vieja estación ferroviaria muy de estilo europeo, restaurada como estación de metro, nos perdimos. En lugar de seguir por la São João, seguimos por la Ipiranga. Uno de los tantos mapas de Anselmo llegó al rescate y nos permitió llegar a la Estación. Definitivamente Sampa es una ciudad llena de sorpresas: en medio de una zona poco agradable se levanta un edificio totalmente espectacular, una estructura de acero cubierta por un gran edificio que tiene hasta torre del reloj. El interior es simple y hermoso, lleno de gente circulando, saliendo y entrando: La Estación de la Luz.


Dentro de la Estación, en una sala había un piano de pared con un letrero: "por favor tóqueme". No había nadie cerca, ni siquiera mirándolo. Me acerqué tratando de descubrir la trampa, dónde meter la moneda o las cámaras escondidas. Nada. Simplemente era un piano en medio de una estación de metro. Me senté e intenté algunas notas que mi muy deficiente memoria dejó escapar. Inmediatamente se acercó la gente a mirar, a tocar conmigo, a hablar. Alguien dijo, sabiamente, que si en lugar de un piano fuera un pandero (pandereta), todos estarían tocando y bailando. La cultura musical que me había sorprendido al inicio de mi viaje por Brasil, brilló por su ausencia.

Salimos de la estación al parque, que tiene el mismo nombre, Parque de la Luz. Como los parques que había conocido antes, este es un parque limpio, frondoso y muy fresco. Caminamos viendo a la gente descansar en la sillas, hablar, sacarse fotos. Salimos y llegamos a la Pinacoteca Municipal, un hermoso, viejo y recién restaurado edificio de ladrillo (el ladrillo a la vista es algo muy raro por estos lados), de entrada gratuita, con una hermosas exposición de una acuarelista de flora silvestre. Salimos de nuevo por la Estación de la Luz y ya había un señor tocando el piano con gran habilidad. Parece que la gente finalmente había quebrado el hielo y sin miedo se atrevían a tocar alguna melodía con el ruido del metro de fondo.

Caminamos unas cuadras mas y llegamos al Empire State... bueno, a la versión brasileña, el Altino Arantes, mas conocido como el Edificio Banespa. A sus pies, en un edificio cercano, funciona el museo de la Bolsa de Valores del Estado de São Paulo, Bovesp, de entrada gratuita, con videos 3D sobre el funcionamiento de la bolsa, tableros electrónicos y un ambiente muy fresco. A esas horas de la tarde, los ambientes frescos eran toda una bendición.

Luego de algunas cuadras, con cara de circunstancias, Anselmo me hizo una advertencia: tenía que poner mi morral en mi pecho, cerrar bien las cremalleras y cuidar mis objetos personales, porque íbamos a entrar a una zona muy congestionada de gente y con muchos raponeros. Pensé que, después de temerlo y nunca encontrarlo, el fantasma de la violencia brasileña, Zé Pequeno personificado, iba a hacer aparición. Bajamos por una callejuela que poco a poco se fue llenando de negocios de partes para joyería de fantasía, disfraces, papelerías y ropa barata. Comencé a sospechar. Llegamos a una calle repleta de gente donde era muy difícil caminar, con ventas ambulantes a lado y lado, unos tipos sonando unos piticos chistosos, cientos de olores y ruidos, carros de policía. Me relajé, descubrí que no estaba en un sitio peligroso sino, simplemente, la versión paulista de San Victorino. El sector inclusive tiene nombre de santo, también: São Bento. No apareció ningún Zé Pequeno, por supuesto.

Avanzamos esquivando gente y llegamos al Mercado Municipal, muy similar en construcción y concepto al Mercado Modelo de Salvador. Almorzamos-comimos unos pasteles de bacalao y salimos a una muy sucia estación de buses rumbo a una especie de mercado de las pulgas (mercado artesanal, dijo Anselmo), donde comimos algunas cosas mas y nos sentamos en unas sillas en el andén de un bar cercano a tomarnos unas cervezas y a esperar a unos amigos de Anselmo. Llegaron los amigos, tomamos mas cerveza, hablamos de fútbol, política (todos preguntan por Uribe y las FARC), cine, Brasil, música.

Salimos de ahí al apartamento de Anselmo, donde seguimos la charla hasta las 2am. Mas tarde, a las 5:50, tenía que coger el taxi mas costoso de mi vida, que me llevaría al aeropuerto de Guarulhos, porque los domingos a esa hora no hay otro tipo de transporte posible.

Qué extraño de Colombia: a estas alturas del viaje, la comida.

Qué no extraño de Colombia: especialmente de Bogotá, la agresividad cotidiana en los conductores, peatones, vendedores.

lunes, 2 de marzo de 2009

Dando vueltas por São Paulo

Salí temprano a tratar de recorrer algunos puntos importantes, casi obligatorios, de São Paulo. La Avenida Paulista, grande, llena de gente, de negocios, de tipos impecablemente de vestido y corbata a 32 grados centígrados. Cogí un bus hasta allá, y recorrí, a pié, gran parte de su recorrido, el MASP (Museo de Arte de São Paulo), el parque Siqueira Campos, el Edificio de la Gazetta y el FIASP. Seguí por una maraña de edificios de metal y vidrio, al lado de edificios tradicionales de concreto, hasta que bajé por otra calle para coger otro bus que me dejaría cerca del Parque Ibirapuera, en el monumento a las Bandeiras (los hombres que conquistaron Brasil).

El Parque Ibirapuera es un parque gigante, mas grande que el Simón Bolivar, donde SI dejan jugar fútbol, correr, comer, entrar perros, montar en bicicleta o monopatín, etc, cualquier cosa diferente de la "recreación pasiva". Mis objetivos dentro del parque eran el Planetario, el Auditorio Ibirapuera (Niemeyer contraataca) , el Pabellón Lucas Nogueira Garcez (llamado OCA), el Museo de Arte Moderno y el Pabellón Japonés, que es una reproducción de una casa japonesa, con jardines y todo. A pesar de ser un viernes por la mañana, cerca de medio día, el parque tenía mucha gente; parece que durante la semana de carnaval muchas universidades y colegios suspenden clases, tal vez por eso el parque tenía una alta población "patineta". Cumplí mis primeros objetivos, el Planetario, el Auditorio y el OCA (que estaba en reparación, así que no pude ver mucho) y el Museo de Arte Moderno, que no es la gran cosa, la verdad, y además estaba cerrado.

Buscando el Pabellón Japonés tuve que dar una vuelta innecesaria alrededor de un lago, tan grande como el lago del Simón, porque me desvié de la ruta al ver un edificio entre los árboles que pareció interesante. En realidad era solo un pequeño museo de astrofísica, nada especial. Como aprendería a lo largo de mi estadía en São Paulo, cada "pequeña vuelta" en esta ciudad significa 20 o mas minutos de larga caminata o de trancón en un bus. Cuando encontré de nuevo la ruta al Pabellón Japonés, un aguacero sorpresivo, instantáneo, imparable, se desgajó. Tuve que volver corriendo al pequeño museo a esconderme mientras, de la misma sorpresiva manera, pasaba el chubasco. Anselmo, mi anfitrión paulista, me había advertido que el clima en São Paulo es de locos. Realmente lo es. No había terminado de llover y ya el sol esplendoroso volvía a subir la temperatura del día. Ahí, en una banca bajo un árbol, como un perro mojado (en apariencia y olor), saqué los sánduches que había preparado y almorcé viendo el agua y la luz colarse entre las ramas. Era hora de volver a mi búsqueda del famoso Pabellón, que tenía que valer el esfuerzo y la mojada.


El letrero que anunciaba el Pabellón Japonés tenía una pequeña leyenda: Solo abrimos los jueves, sábados y domingos. De nuevo, como un perro mojado, di vuelta a mis paticas por donde me habían traido y salí por otra puerta para tomar unas rápidas fotos al obelisco en homenaje a los héroes de la Guerra Paulista de 1932, cuando el estado de São Paulo se rebeló contra el presidente Getúlio Vargas en una guerra de 3 meses, y dar una vuelta por los alrededores para tratar de encontrar de nuevo la calle donde debería coger un bus que me llevara a la Paulista de nuevo.

El tránsito comenzó a ponerse un poco mas "denso" al igual que los buses: tuve que subirme al bus a punta de codo y rodilla, aplastando y siendo aplastado, empujando, pisando y recibiendo pisotones. Me sentía como en un Transmilenio, solo que, factor agravante, a mas de 30 grados. Como yo, la mayoría de los ocupantes estabamos mojados. Finalmente, luego de un viaje 20 minutos mas largo que el de vuelta, el camión de los perros mojados llegó a la Paulista y pude bajarme (a los empujones, claro) buscando aire fresco y verificar si todo mi equipamento y partes corporales se encontraban en su sitio. Tenía que coger un bus para llegar a una parada de buses donde debería coger otro que me llevaría a la Universidade de São Paulo, que seguramente iba a estar cerrada, pero que quería conocer.

Hace ya muchos años, en una excursión con unos amigos al desierto de La Tatacoa, al norte de Neiva, luego de armado el campamento, unos integrantes del viaje decidieron salir a caminar. Parece que los tipos caminaron mas de lo debido, porque cuando intentaron volver los cogió la noche y dieron muchos rodeos tratando de encontrar la carretera, una pequeña trocha. Los que quedamos en el campamento salimos a buscarlos, gritando, pero parece que estaban muy lejos. Finalmente llegaron a la carretera pero por culpa de las vueltas que habían dado no sabían si había que seguirla hacia la derecha o la izquierda. Decidieron caminar hacia un sentido, durante casi una hora sin encontrar nada y, entonces, giraron 180 grados y volvieron por el camino hasta que por fin encontraron el campamento. Aún hoy, luego de muchos años, me sigo burlando de eso. Pero como dicen las abuelas, Dios no castiga ni con palo ni con rejo. Como se imaginarán, cogí la ruta adecuada del bus, en la parada de buses y en la avenida correcta; pero en el sentido contrario.


45 minutos después de que el paisaje urbano completamente desconocido que me rodeaba me hiciera sospechar que iba en la dirección incorrecta, tuve que bajarme y coger el mismo bus, en el sentido correcto. ¿Algo positivo en semejante torpeza? El bus estaba casi vacío, me pude sentar. Negativo: me cogió el trancón mas salvaje que pudiera imaginar en la Avenida Paulista. Si hubiera hecho el recorrido a pie, me hubiera rendido mas, pero seguramente hubiera terminado quién sabe en dónde. Tenía que permanecer en el bus hasta que reconociera la avenida donde debía bajarme. Cuando llegué (además me pasé de la estación y tuve que caminar varias cuadras de vuelta) mi día había terminado. Derrotado, entendí que tenía que usar esto como excusa para volver a São Paulo y recorrer lo que no alcancé. Llegué al apartamento de Anselmo a llamar a Daniel y Januaria, unos amigos de mis padres, para quienes llevaba un regalo, una pequeña reproducción del Poporo Quimbaya en cajita de lujo y todo.

Me recogieron y fuimos a un bar de música cubana, cerca del apartamento donde me estaba quedando. En la puerta nos recibió el portero del bar, un negro canoso, que nos dedicó un amable piropo a cada uno de nosotros mientras nos daba una tarjeta de acceso. Nada de pedir la cédula, mirar rayado, requisa a la entrada o fila interminable para entrar a un bar vacío. Y este bar estaba lleno. Mucho.

Esta noche había un grupo de música en vivo, con los grandes éxitos del son cubano. Creo, por la forma en que pronunciaba las palabras, que el cantante hablaba español. El hecho fue que ninguno de los asistentes, excepto yo, se sabían las canciones; cosas tan populares en nuestro país como El Carretero o Chan Chan, no eran del dominio público. Y a lo largo de mi viaje, noté la barrera musical que hay entre Brasil y la América Latina española. En ninguna de las sesiones de guitarra casera en las que había estado se había cantado una sola canción popular en español. En Salvador cantamos Un vestido y una flor de Fito Paez, porque Caetano Veloso tiene un cover. Borbulhas de amor se llama el cover que hace un brasileño llamado Fagner del éxito de Juan Luis Guerra y 4:40. De música ligera, pero versión Os Paralamas. Nada mas. Bueno, una excepción, que no considero muy honrosa: Julio Iglesias. Todo el mundo ha oído a Iglesias gemir canciones (en portugués, claro) y fueron torturados cuando niños con sus canciones, al igual que acá. El mayor vendedor de discos de la historia, indudablemente.

En el bar teníamos una pequeña mesa muy bien ubicada cerca de la tarima donde estaba la banda. Cuando comenzaron a sonar los acordes, todo el mundo llenó la pista y comenzaron a bailar. Nos tocó irnos de la mesa porque los bailarines nos estaban cayendo encima, intentando dar pasos de salsa pero con cadencia de samba. Eso de las coreografías (el ocho, de vuelta para atrás, etc) no va con los brasileños, o por lo menos no con los asistentes esa noche. Probé tres tipos de cerveza, todas tipo pilsen como en todo Brasil, y hablamos a gritos hasta la 1:30am. Mis acompañantes tenían que madrugar porque iban a pasar el fin de semana en una finca cerca de São Paulo, y yo tenía que levantarme temprano a ver si el sábado si me rendía, ya que Anselmo me iba a acompañar a sacar unas fotos en el centro.

Qué extraño de Colombia: después de 13 días probando diferentes cafés brasileños preparados de diferentes maneras, el café colombiano. No es que el café brasileño sea mas fuerte. Simplemente es mas feo.

Qué no extraño de Colombia: la agresividad de los porteros de los bares y el desprecio generalizado por el cliente en las zonas de rumba.

Banda sonora: El Carretero y Chan Chan, por supuesto. Y también Lost in the supermarket, de The Clash

viernes, 27 de febrero de 2009

Visitando monumentos

Mi último día en Rio fue el mas "turístico" de todos. En tiempo record de 10 horas visité las playas de Barra de Tijuca (donde me perdí un buen rato) de Leblón e Ipanema, subí al Pan de Azúcar y al Corcovado, desayuné, almorcé y terminé comiendo en Copacabana de nuevo, mi playa preferida de Rio. Todo en transporte público, metrô, ônibus y expresso. Cuando por fin le estaba cogiendo el tiro al transporte (al menos en la zona sur) de Rio me tengo que ir.

Leblón e Ipanema son dos playas contiguas, que a primera vista se parecen a Copacabana, pero que tienen un estilo diferente. Pocos restaurantes, pocos quioscos y mucha, realmente mucha, gente haciendo deporte. Corriendo, trotando, montando en bicicleta, bajo un sol infernal de 34 grados centígrados. Amor por el deporte, cual slogan de canal deportivo de TV. Y para quienes se están haciendo la pregunta típica de ¿y la garota de Ipanema? pues la cosa es que en esta playa se ven exáctamente las mismas garotas que en cualquier otra: de piel perfectamente bronceada (piel de color del pan, como diría Gabriel García Márquez) y movimientos sinuosos al caminar. Ya sea en las playas, en las calles, en el metrô, para todas seu balançado es mais que um poema, como cantó Vinícius de Moraes.


Salí corriendo entonces (antes de morir carbonizado) para el Pan de Azúcar, esperando que Rio me favoreciera con algo de claridad para sacar unas buenas fotos. Lamentablemente no fue así, a lo lejos se veia una tormenta, así que estuvimos siempre acompañados de nubes y viento. Solo desde estas alturas empieza uno a comprender la extraña forma de Rio de Janeiro.


Cuando uno nació y creció en Bogotá, tiene la impresión de que todas las ciudades se expanden hacia fuera de una manera mas o menos pareja, hasta que encuentran algún cerro o accidente natural que las frena, pero manteniendo cierta unidad, cierta cohesión. Rio creció esquivando los cerros, como si fuera un charco de cemento que va creciendo, rodeando las montañas, especie de reguero de mercurio gigantesco que poco a poco va creciendo y subiendo su nivel. Los vasos comunicantes entre diferentes "aposamientos" de ciudad entre cerros son túneles, como si fueran labrados por el agua. Obviamente, como en prácticamente todas la ciudades, las partes bajas, mejor comunicadas y cercanas entre ellas son ocupadas por la ciudad rica. Las partes altas, difíciles, aisladas, son las favelas. Durante mis viajes en ônibus, ni de cerca, pasé por una favela. Nunca vi una, ni siquiera el borde.


Rápida bajada del Pan de Azúcar, dos buses y estaba al pié del Corcovado, donde un muy ineficiente y feo funicular me subió por 36 reales. Eso sumado a los 44 que ya había pagado por el teleférico del Pan de Azúcar, sumaban mi presupuesto completo de 2 días de vida en Brasil. El Cristo Redentor tenía que valer la pena, entonces.

Y la valió. No hay muchas palabras para describir la fuerte impresión que deja una de las maravillas del mundo, cuando uno está a sus pies. Además, la vista de la ciudad es impresionante, mucho mas que la que se ve desde el Pan de Azúcar. Allí estaba, de nuevo, la ciudad fracturada, separada por cerros de formas imposibles, hermosa. Muchas fotos y de vuelta antes de que la tormenta y la noche me cogieran ahí arriba. En Rio (y creo que en Brasil en general) solamente he sentido frio dos veces: ahí arriba, en sandalias, camiseta y bermudas, y cuando osé meterme al mar en Copacabana.


En todo este día "turístico" noté un fenómeno interesante. Dentro de los extranjeros turistas (casi todos, muy pocos brasileros) disminuyó notablemente el número de australianos ebrios y aumentó significativamente el de latinoamericanos (sobrios, claro), frente a una medición similar en el sambódromo o cualquiera de las fiestas callejeras de los blocos. En estas zonas es muy común oir español. Venezolanos, peruanos, argentinos, chilenos. La diferencia está en que la edad promedio de este grupo de extranjeros es mucho mayor que la de los blocos. Me aventuro a una simple conclusión: el nivel adquisitivo de un australiano promedio de 20 años, que le permite viajar a Brasil, es similar al de un latinoamericano promedio de 50. Obviamente el australiano viene a emborracharse, el venezolano a ver al Cristo Redentor.

Terminé mi jornada, volví al pulgoso hostal y dormí poco para madrugar y salir para São Paulo. Como todo un experto, tomé el ônibus a la Rodoviária y compré un pasaje en un bus con sillas dos veces mas amplias y cómodas que las del avión que me trajo a Brasil. Hasta almohada, cobija (¡con ese calor de mil demonios!), medias-nueves y periódico dan al inicio del viaje. Eso si, había dos temidos televisores donde pasaron cosas terribles: El padre de la novia, con Steve Martin y Pegado a ti, con Matt Damon y Greg Kinnear. Gracias a Dios a muy bajo volumen, lo que me permitió enchufarme a mi iPod y dormitar por momentos viendo un paisaje mucho mas entretenido que el de mis 2 anteriores viajes por tierra.

Cuando el bus se detuvo abrí los ojos, creyendo que ya habíamos llegado al parqueadero de la estación. Esa impresión se incrementó al ver tractomulas, carros y buses parqueados alrededor. Pero, en los parqueaderos de las estaciones solo permiten buses. Desperté del todo y me di cuenta que no estaba en un parqueadero. Bueno, casi. Estaba en un trancón fenomenal de 6 carriles en un sentido y 6 en el otro: había llegado a São Paulo. 1 hora después, pude bajarme, por fin y coger el metrô (mas caro y mas feo que el de Rio), que rápidamente me dejó cerca del apartamento de mi anfitrión en esta ciudad, Anselmo, que me alojará por 3 noches. Él no estaba, pero dejó sus llaves en la portería y pude entrar, bañarme, acomodarme y sacarme una foto de mi pié derecho que, realmente, me estaba matando. Incluyo la foto en esta entrada del blog, no es apta para personas sensibles. Cuando llegó Anselmo, comimos una cosa de cuyo nombre no quiero acordarme, que él considera deliciosa, pero que encontré poco agradable. Finalmente a las 12pm terminó mi día, listo para salir a visitar lo que mas pueda de São Paulo.

Banda sonora del viaje: One step closer, de Linkin' Park

Qué extraño de Colombia: la comida, la verdad sea dicha. Y encontrar una tienda, un puesto callejero de comidas, una droguería en cada esquina.

Qué no extraño de Colombia: ¿Ya había dicho que la infraestrucura vial?

A continuación podrá ver la foto de mi pie derecho, mujeres embarazadas, niños menores de 12 años y, en general, personas sensibles abstenerse.
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miércoles, 25 de febrero de 2009

Reencuentro con Niemeyer, afanes y relax

La mejor manera de recorrer Rio es en bus urbano, el que manejan los émulos de Ayrton Senna, que a pesar de sus maniobras enloquecidas, no pitan. En Brasil, en general, no importa el trancón, las cerradas, los peatones, nadie pita. Para un colombiano eso es increible. El metro, a pesar de ser muy eficiente, no permite ver nada de la ciudad que es, realmente, maravillosa. Cada esquina, plaza, calle o avenida está llena de monumentos, antiguas iglesias, edificios inmensos de diseño increible. Al viajar en bus, para mi es claro que en estos 3 días y medio que pasaré en Rio no conoceré la mas mínima parte de esta gran y hermosa ciudad.

Dispuesto a un viaje mas tranquilo y mas relajado, lejano a la locura carnavalesca que invade todo, decidí ir a conocer el Museo de Arte de Niteroi, y reencontrarme con un viejo conocido, Oscar Niemeyer. Comencé cogiendo el metro hasta la estación mas cercana, seguro que el mapa que tenía en mis manos me decía la verdad: que podía conectar con Caju y ahí un bus que me haría un recorrido por Niteroi, museo incluido.

Gran error. No hay que confiarse de los mapas, las cosas parecen mas fáciles de lo que son; se que suena obvio, pero hasta que uno no lo comprueba con sangre y sudor (sobre todo sudor, a 33 grados centígrados), no lo cree. Llegué a una estación en medio de la nada, puro potrero, y una señora con cara de "pero ¿fue que usted nació ayer, mijito?" muy amablemente me explicó que tenía que coger otro bus, llegar a la estación Rodoviária y ahí coger otro bus que me llevara a Niteroi. Hice caso, seguí las instrucciones y esquivando conductores de bus enloquecidos e indigentes sospechosos, llegué a la Terminal de Niteroi, ahogado del sopor, atravesando un puente gigantesco de 6 carriles, como de 15 minutos de recorrido, al final del cual estaba el peaje. ¿Costaba los 12 mil pesos que cuesta un peaje entre Barranquilla y Cartagena? ¿Los 10 mil que cuesta el de la aún no terminada Autopista del Café? ¿Lo que vale el peaje mas caro de Bogotá-Villavicencio? No. Cuesta 3,8 reales, es decir, 3.800 pesos. Y no es una carretera de dos carriles, ni una autopista sin terminar, ni un túnel que se cae cada invierno. Dediqué una oración dolida a nuestros ingenieros civiles y, sobre todo, al Ministro de Transporte y su maravillosa gestión.

Ahí, en Niteroi, volví a preguntar y un señor igualito a Lula Da Silva (me imagino que creyó que yo tenía otros intereses por la forma en que lo miraba) me dijo que tenía que coger otro bus hasta el museo. Había acumulado en casi 2 horas de viaje 3 buses y un metro, cerca de 12 reales, como 12 mil pesos. Pero aquí no aplica eso de "sale mas barato coger un taxi", la carrera mínima es de 8 reales. Estoy casi seguro que el mismo viaje lo pude haber hecho en solo 2 buses, pero quedaré con la sospecha.


Ya en el museo, finalmente, tomé fotos a discreción y me alisté a volver a Rio antes de que me agarrara el aguacero que se venía que, como se imaginarán, efectivamente me agarró. Alcancé a montarme al ferry e hice el viaje de vuelta por el mar.


Salí inmediatamente a almorzar-comer en Copacabana porque planeaba acostarme temprano y poder estar de pié al otro día en la madrugada, porque los recorridos no me estaban rindiendo. Almorcé pues, a la orilla de la Avenida Américas, que recorre la playa, viendo a la gente pasar, mientras me comía una hamburguesa (el presupuesto estaba un poco corto, mucho sambódromo, parece). Ahí, haciendo cola para pedir un Trio Big Bob (combo de hamburguesa doble carne), entendí algo que no me terminaba de cuadrar con el cómo funcionan las cosas acá.

La atención al cliente es peor que en cualquier lugar de Colombia. Una fila de 5 personas en un restaurante de comidas rápidas dura lo que dura comerse el pedido. Pedí, en lugar de Coca Cola, un Te Helado (Chá Gelado dije, y el tipo hizo cara de que me entendió) pero, igual, me sirvieron Coca. No tienen números indicando el orden de los pedidos (bueno en McDonald´s tampoco, pero le sirven a uno inmediatamente), sino que uno le pasa el tiquetico a otro tipo y el sujeto va y prepara la comida. Cuando me entregaron el pedido estaba tan hambriento y había tanta gente detrás mio que no peleé por lo de la Coca.

Esto se repite en cada cosa que necesita interactividad entre humanos que no se conocen; para que el tipo del café internet donde estoy escribiendo esta nota me escriba en un miserable papel la hora de ingreso (porque no se necesita mas) y me diga qué computador está libre, tiene que sacar 3 fotocopias de un cliente anterior, así todo lo haga la máquina y el me sonríe pidiéndome paciencia. En los buses urbanos se repite la cosa, porque hasta que la señora que está en frente mio no confirme la ruta, parada por parada, nadie mas entra. Igual en la taquilla del Metro. O en un quiosco de la playa, para que me digan la hora. Creo que es muy difícil sacarse el afán bogotano de encima.

Finalmente decidí caminar por la playa, mientras caía la noche. La recorrí de lado a lado, viendo gente pescar, niños escribir sus nombres en la arena, muchachos jugando fútbol. Las luces de la ciudad brillaban cada vez mas en el mar, mientras me tomaba un par de caipirinhas en un quiosco playero y ayudaba al vendedor con un cliente escocés que no se sabía ni los números en portugués (y como el precio de la compra del tipo superaba los 10 reales, pues no había manera de comunicarse con los dedos). Pasé la noche de relax total, viendo a lo lejos 3 blocos que habían armado rumba en calles cercanas, y oyendo a un argentino canoso hablar el portugués mas chistoso que haya escuchado hasta ahora (portunfardo, me atrevería a llamarlo), mientras posaba de interesante para 4 brasileras cincuentonas, que en el momento menos pensado comenzaban a cantar y a bailar la samba-enredo de su escola preferida.

Qué extraño de Colombia: ya lo imaginarán, de Bogotá el servicio al cliente y la ultra-eficiencia. Y, en general, lo increíblemente barato que es el transporte.

Qué no extraño de Colombia: los pitos de los carros y la infraestructura vial.