miércoles, 18 de febrero de 2009

De la cabeza de Brasil, al corazón

Para no irme de Brasilia sin ver, aunque sea solo la puntica, la verdadera ciudad capital, con algo de movimiento cotidiano, salí de la apacible ala norte y me aventuré en el ala sur, solamente las primeras plumas, en la zona de los bancos.

El mapa de Brasilia tiene forma de avión (o de ave, según se quiera) y las alas quedan a cada lado del Eje Monumental, que es donde están todos los edificios y monumentos fotografiables. La zona residencial está organizada en supercuadras, que son inmensas cuadras que pueden tener hasta 20 edificios, toditos iguales al Antonio Nariño de Le Corbusier. En atravezar 6 supercuadras a pié, demoré mas de 1 hora. Volví a pasar por la Estación Rodoviária del Plano Piloto y me metí en la zona de los bancos donde descrubrí, oh sorpresa, que Brasilia también tiene Metro. Pero no sirve de mucho, está por la mitad aún y su único objetivo es unir otras ciudades del Distrito Federal con el Plano Piloto, es decir, con el ave.

Ahí, en la zona de los bancos, Brasilia ya no era mas la ciudad casi perfecta, de calles idénticas y gente que goza de la vida, sino una ciudad de gente corriendo, empujando, llegando tarde al trabajo. Donde si hay presencia de la policía militar que agrede a los indigentes que osan pedir limosna.

Pocas fotos tomé, todo el mundo era sospechoso para mi, un bogotano educado en la mas pura paranoia. Finalmente volví a la casa donde estaba alojado, me esperaba un viaje de 25 horas por parte del sertão brasileño.

Bernhar me llevó a la estación rodoferroviaria (ingrato recuerdo dos días atrás) y llegamos 1 minuto antes de que el bus saliera. Volvía a mi vieja costumbre de llegar en el último momento a las terminales; espero que no me deje ningún avión en el tiempo que me queda de viaje.

No vale la pena relatar un largo y agónico viaje en bus, además de un paisaje infinitamente mas aburridor que el paisaje de montañas, valles y selvas colombianas. En el puesto de atrás unos tipos con las peores pintas que mi paranoica mente se hubiera podido imaginas, echaban chistes a todo grito y se la montaban de lo lindo a dos australianos que cayeron en sus garras. Poco a poco el calor nos sumergía (a ellos, a los aussies, a mi y al resto de pasajeros) en un sopor que no nos dejaba ni respirar. El bus paraba en cada pueblo con una estación de Petrobras lo suficientemente grande como para que vendieran agua y manzanas, todos nos bajábamos, estirábamos las piernas, comprábamos alguna pendejada y volvíamos al bus. Los tipos-mala-pinta volvían entonces a sus chistes a todo grito, a gozarse a los gringos, hasta que el calor volvía a ganar.

Solo la noche, increíblemente estrellada, pudo romper el círculo vicioso: los tipos se durmieron, los australianos también, y quedé solo con el silencio de la vía lactea.

(Silencio galáctico)

El día siguiente fue una sucesión eterna de pueblos, pueblitos, ciudades y estaciones de Petrobras, en medio del desierto, hasta que el olor delator del mar se hizo presente. Inicialmente creí que eran mis pies (orgullosamente bogotanos enfundados en sus respectivas medias y tennis), pero Salvador apareció, poco a poco, bajo nuestras ruedas. Seguí las indicaciones de mi anfitriona en esta ciudad y, luego de 2 horas, llegué a la que será mi habitación. El tráfico en Salvador es imposible, porque la ciudad está llena de visitantes y una de las avenidas principales, la Avenida Oceánica, está ocupada por gruas, camiones y andamios que construyen los camarotes (especies de tarimas para que la gente, pagando, pueda ver los desfiles del Carnaval). Aquí, de nuevo, agradecí al hombre por cuatro de sus mas grandes invenciones: el cepillo de dientes (la crema dental también, por supuesto), el jabón, el champú y, especialmente, el papel higiénico.

Qué extraño de Colombia: los paisajes cuando se viaja por tierra.

Qué no extraño de Colombia: las películas y la música a todo tote en los buses intermunicipales.

Banda sonora: De Brasilia, Given to fly, de Pearl Jam, sin lugar a dudas. Del viaje, bajo la vía láctea, Al otro lado del rio, de Jorge Drexler y Seres de la noche, de Estados Alterados

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